domingo, 11 de julio de 2010

¿La última, me hace el favor?


Eso peguntaba mi abuela cuando entrábamos en la carnicería:

__ ¿La última, me hace el favor?

__ Aquella señora de allí, la del pañuelo negro -contestaba alguien.

Entonces, mi abuela me decía:

__ Niño, guarda tú “la vez”, mientras, me acerco yo a por dos pistolas.

Es como si el barrio aún estuviera en guerra. Pero no, la guerra ya la habíamos perdido; entonces, la cosa consistía en no perder "la vez", el turno, en la carnicería, mientras la abuela se hacía con dos "pistolas" de pan para matar el hambre del día.

En mi barrio había dos opciones para cada cosa. Dos carnicerías, dos panaderías, dos lecherías, y dos tabernas. Siempre dos bandos. Comprar en una tienda o en otra nos delataba, nos alineaba en un grupo o en otro.  Algunas familias, como la mía,  hacíamos inauditos ejercicios para no comprometernos. Muchas veces, adquiríamos "cuarto y mitad" de un producto en cada sitio. Si los precios era muy diferentes, comprábamos mitad de cuarto en la tienda cara y cuarto y mitad en la tienda más barata. 

Lo de los carniceros, por ejemplo,  era muy delicado. Según se decía, uno de los carniceros de mi barrio traicionó a muchos republicanos. Su mostrador  era como una mesa de autopsias. Cortaba la carne con precisión y energía, quebrando vértebras y costillas de un sólo golpe. Yo, mientras aguardaba la vez, le miraba manejar aquel enorme cuchillo, y pensaba: "denunció a todos los rojos del barrio". Gastaba bromas subidas de tono a las clientas y parecía un hombre verdaderamente satisfecho

Mi abuela conocía bien los trucos. Compraba piezas muy pequeñas y modestas en la carnicería cara y, después, dando la vuelta a la calle, adquiría algunos filetes en la carnicería más humilde..

Lo mismo pasaba con los ultramarinos -colmados-. En la tienda de "Alcubilla", los dependientes eran untuosos y  llevaban corbata. El establecimientos estaba iluminado con luces fluorescentes y el mismo señor Alcubilla salía a despedir a los clientes hasta la puerta de la tienda.

Cien metros más arriba,  los "Ultramarinos Horcajada" eran mucho más baratos. El establecimiento estaba alumbrados por bombillas de poca potencia, y los productos eran, creo, de inferior calidad. 

La compra de cada día era, para nosotros -los chiquillos-, un curso completo de diplomacia, nutrición y supervivencia. Un curso que todos los días comenzaba con aquella frase:

__La última, me hace el favor?


S.

viernes, 9 de julio de 2010

Los Olimpios tenían un tambor enorme

Sin llegar a ser enanos, eran muy pequeños. No sé cuántos eran, tampoco supe todos sus nombres. Sólo recuerdo que eran muchos, que eran alegres y  que tenían un tambor enorme.

En casa les llamábamos "Los Olimpios" porque la madre se llamaba Olimpia, la hija también se llamó Olimpia, y, como no podía ser menos, la nieta mayor se llamaba Olimpita.

Ninguno de ellos medía más 1,50 mts. Para embromarles, mi hermano mayor les decía

__ Pero.. ¿Por qué se molestan ustedes en abrir toda la puerta del piso? ¿No les vendría mejor entrar y salir por una gatera?

Sin embargo,  no había modo de mortificarles. Ellos se partían de risa con las bromas de mi hermano:

__¡Qué cosas tiene Angelito! ¡Mira que decirnos que pongamos una gatera!

Yo supongo que los olimpios se acomodaban en su casa por estratos. Primero vivieron alli los padres, con sus dos hijas, El padre era albañil, y regresaba todas las tardes del trabajo a eso de las seis y media. Venía limpísimo, con el pelo reluciente, recién peinado, y con un maletín de piel oscura, parecido a los que usaban los médicos del siglo XIX, en el que traía los restos de su comida. A veces, lo abría en el ascensor, y me ofrecía una naranja:

__¿La quieres? Me ha sobrado de la comida.

A mi me admiraba la ropa tan pequeña que vestía: camisa de cuadros, rojos o azules, pantalón gris, mocasines rojos o negros. Todo muy cuidado, pero todo...¡tan pequeño! Me preguntaba dónde compraría  esa ropa de adulto con tallas de niño, porque yo, diez o doce años era mucho más alto que él.

Cuando sus hijas se casaron, con unos novios tan pequeñitos como ellas, siguieron viviendo juntos en el mismo piso: los padres, las hijas, los maridos de las hijas, y, más tarde, un puñado de nietos.

Yo los adoraba. Eran el contrapunto de la casa y de la época. Siempre se les veía juntos y contentos. Los críos eran risueños y sociables, los adultos te saludaban al encontrarte por la escalera con la misma felicidad de quien se topa con un tesoro.

__ ¡Hola, Josémari!  ¡Qué guapo estás!

Me vienen a la cabeza docenas de historias relacionadas con los Olimpios. Son historias alegres. Por ejemplo, todas las nochebuenas,  los Olimpios al completo -un verdadero regimiento de adultos pequeños y de niños chicos,- se lanzaba escaleras abajo cantando villancicos, acompañándose con un tambor enorme y un montón de panderetas. Recorrían todo el edificio, y daban la vuelta a la manzana. Cantaban y se reían. De su casa casa salían canciones de Navidad hasta el amanecer.

Recuerdo que en el verano, con aquel calor que nos hacía dormir con las ventanas abiertas, me gustaba escuchar el alboroto de los Olimpios cuando volvían del cine pasada la media noche.

Nunca llegué a saberme aquel lío de nombres y de parentescos.  No sé quienes murieron y quienes viven aún. Supongo que, como todas las familias, habrán sufrido algún tipo de pesadumbres. Lo que sí puedo decir es que, cuando vuelvo a mi antigua casa, siempre me encuentro con alguno de ellos en la escalera o en el portal, y me siguen saludando con ese misterioso alborozo de esas familias, distintas a todas las demás,  que parecen condenadas a la alegría.

S.

martes, 6 de julio de 2010

Don Tomás, el ferroviario

Para Ruth, Santiago, Mireia y Lourdes


Huele mucho a ozonopino. En la pantalla, un niño muy pobre va hacia su chabola con una cántara de leche. De repente, un tropezón, la cántara al suelo y la leche derramada por el barro. El niño rompe a llorar, y yo, que era un crío ñoño y sensiblero, también me eché a llorar, pero haciendo mucho más ruido que el chiquillo de la película. Entonces, don Tomás, me tomó de la mano y me sacó al vestíbulo del cine.

__No te preocupes -dijo-. Es que las películas de pobreza son muy tristes,  pero la otra es de guerra y ya verás como te gusta.

Cines de barrio, de "sesión continua", con dos películas y el NO-DO. La otra película, la de guerra, con sus cientos, miles de muertos, me gustó. La guerra era una cosa del cine; pero la pobreza, no. En Madrid había pobreza, en la aldea de mi padre había pobreza, en nuestra casa había pobreza. En todo el país había hambre, frío, miedo. La guerra era otra cosa, cosa del cine y de los tebeos de "Hazañas Bélicas". Claro, hubo otra guerra, la nuestra, pero de esa guerra no se hablaba nunca en mi barrio.

Don Tomás, "el ferroviario", trabajaba en la RENFE. Era un hombre menudo, de voz dulce y manos delicadas. Creo que, viéndole a él, descubrí, con sorpresa: que los hombres podían tener ojos bonitos. Vestía siempre con una pulcritud extrema, no hablaba a voces y, hacía algo increíble en un adulto: me escuchaba.

Su mujer, don María, tan bondadosa como su marido, estaba "delicada del corazón". En aquella época se empleaba mucho esa piadosa expresión: "está delicado del pecho", "está delicado de los pulmones". Sobrevivíamos gracias a los eufemismos.

Don Tomás y doña María no pudieron tener hijos; y yo, por motivos que no vienen al caso, no pude tener padres en el sentido tradicional. Así que se produjo una adopción mutua. Don Tomás y doña María me sacaban de paseo, me daban de merendar en su casa y me llevaban al cine. Yo procuraba corresponderles  dejándome querer mucho, que era lo que más les gustaba. No me fue fácil, porque mi familia era muy severa en expresiones afectuosas y yo no sabía dejarme abrazar, o dar besos.

Ahora, más de medio siglo después, y con esta decisión de contar la verdad de mis recuerdos hasta donde la memoria, o la tristeza y el miedo lo permitan, puedo decir que don Tomás y doña María fueron los únicos - insisto: los únicos- vecinos de la casa a los que nunca hice una putada, y entre los vecinos incluyo a mi familia. Es más, si doña María o don Tomás se indisponían con algún miembro de la comunidad, yo me sentía más que orgulloso de hacerle la vida imposible al agresor.

Pero, como ninguna historia acaba bien, los médicos recomendaron a don María vivir en un sitio cálido y a nivel del mar. Ella y don Tomás se instalaron en Valencia, y yo sentí aquella orfandad como una verdadera estafa de la vida.

Les fui a visitar a Valencia en varias ocasiones. Y al bueno de don Tomás siempre se le llenaban los ojos de lágrimas al verme, como si fuera una película.

Pasaron los años. Don Tomás, ya viudo, enfermo y viejo volvió a su piso de Madrid. Malvivía con una modesta pensión y con la ayuda de un sobrino que le pasaba algún dinero al mes a cambio de quedarse con su casa.

Reanudamos nuestra relación cuando yo volví de México, ya con treinta y pico años. Entonces supe lo triste que estaba siendo su viudedad, y la pesadumbre de aquella enfermedad que se lo iba comiendo a bocados pequeños pero dolorosos. Él, siempre tan pulcro, se desesperaba de sus dificultades con la higiene y con los problemas que tenía hasta para hacerse el nudo de la corbata, sin la que nunca salía a la calle.

Afortunadamente, él también se dejó querer, como yo hice de niño con él y con doña María. Volvimos a merendar juntos en el luminoso cuarto de estar de su casa. También volvimos a pasear por el barrio. Y nos apañamos bien con esas pretendidas miserias de la enfermedad.

Muy viejo, muy enfermo, y con una gran tristeza, don Tomás, "el ferroviario", resistió todo lo que pudo y, mientras tanto, siguió siendo un hombre de ojos bonitos y manos delicadas, que siempre se negó a ingresar en el hospital.

Un viernes de agosto le acompañé a la farmacia para comprar unos calmantes. A la noche siguiente, hizo un calor insoportable en Madrid. Estaban las calles vacías y por las ventanas entraba un calor sofocante. Vimos el reflejo de unas luces azules. Nos asomamos al balcón. Frente el portal de la casa estaban parados un coche de policía y un furgón mortuorio. Vimos salir una camilla con un pequeño bulto cubierto con una especie de tela de aluminio dorado. Era el cuerpo de don Tomás.

(Le habíamos colocado un teléfono en el dormitorio, otro en el salón, otro en el baño. ¿Por qué no nos llamó?)

Don Tomás, "el ferroviario", y doña María. No creo que tuvieran mejor o peor suerte que otros vecinos, o que fueran muy diferentes de los demás. Simplemente, se dio la circunstancia de que yo los quise más que a otros, y que ellos también me quisieron a mí justamente en esa edad en la que un crío se echa a llorar cuando ve la pobreza en la pantalla de un cine de barrio.

S.

lunes, 5 de julio de 2010

¡Lagartona!


 En la foto, el autor de estas líneas, junto a Lolita y José Luis -los dos dos hijos de doña Amparo-. A la derecha, sujetando un abrigo, mi señora madre. Más a la derecha, unos compañeros de colegio.




__ ¡Lagartona!

__ ¡Una lagartona!

¡Dios mío! Pero, ¿Qué querían decir con eso de lagartona?

Escuché la palabra en la cocina de casa y me quedé desconcertado. Lo único que me pareció entender entonces es que las lagartonas tenían algo que ver con las gasolineras.

__ ¡Claro! Si fue esa lagartona de la gasolinera la que se llevó a mi marido -dijo doña Amparo.

Para empezar, yo no sabía, por entonces, que los maridos se llevasen y se trajesen. Yo veía que, en el edificio, la inmensa mayoría de los maridos iban solos al trabajo, al bar, y al fútbol; y a misa iban con sus mujeres y sus hijos. Viendo lo aburridos que eran los hombres de mi escalera, no me imaginaba cómo podría ser eso de que alguien se llevara un marido que ni siquiera era el suyo.

__¡Una lagartona! -dijo doña Amparo dándose una fuerte palmada en el muslo-, como te lo esto diciendo, Maruja.


__¡No hay derecho! -dijo mi madre-. Destrozar así una familia.

A mi no me parecía que doña Amparo estuviera muy destrozada. Debía de pesar unos 120 ó 130 kilos, y tal vez midiera algo menos de 1,70 mts. Es decir, destrozada, lo que se dice destrozada, por fuera no daba laimpresión. Lo que estaba era verdaderamente gorda. Pero no era de esas personas gordas, indolentes, inactivas. ¡Qué va! Doña Amparo tenía un cuerpo poderoso y una vitalidad envidiable: salía, entraba, reñía con todos los tenderos el barrio, y se pasaba las tardes en la Cafetería Calpe, de la calle Santa Engracia, merendando con sus amigas. Muy probablemente, doña Amparo debió de ser, en su juventud, aquello que se llamaba "mujer despampanante"


¿Y don Palmiro?
Pero... ¿a quién se había llevado aquella lagartona? Sí, ya sabemos que al marido de doña Amparo, pero es momento de saber, también, que se llamaba Palmiro y que era dueño de varias gasolineras.

Según los que le conocieron, don Palmiro era un hombre de talante pacífico, apocado en algunas cosas, y exhausto tras una veintena de años de matrimonio con aquella enorme doña Amparo, con la que tuvo dos hijos -Lolita y José Luis-  que resultaron tan grandes y lustrosos como la madre.


Nunca llegamos a conocer a la lagartona. ¡Se contaron tantas cosas! La versión más extendida por la comunidad de vecinos fue que la lagartona era una "muerta de hambre". Que un día se arrimó a la gasolinera de don Palmiro, y éste, viéndola afligida y desamparada, acudió en su auxilio, y que, así,  poco a poco, entre auxilio y auxilio, don Palmiro se fue a vivir con la lagartona.

Algunos vecinos, pocos ciertamente, decían que aquella muerta de hambre era esbelta y cariñosa, y que don Palmiro la quería mucho. Lo que es seguro es que don Palmiro cumplió más que generosamente con sus obligaciones familiares:

__ No, hija, no -decía doña Amparo-. Del dinero no me puedo quejar, que no nos falta de nada.

Como doña Amparo vivía en nuestro mismo piso, yo solía visitarla con frecuencia. Su trato era cariñoso, aunque no en exceso. A mí, lo que me impresionaba de la casa de doña Amparo su el monumental comedor. Un comedor abarrotado de muebles barrocos y macizos, en cuya enorme mesa central yacía un gran frutero blanco lleno de frutas de cerámica pintadas con vivísimos colores. El resto de la casa era como las nuestras: pobretona. Pero el comedor parecía un cripta para enterrar reyes.

De la casa también me impresionaba la mismísima doña Amparo. Tanto en invierno como en verano, ella me recibía con una combinación azul oscuro, a través de la cual se transparentaba el sujetador negro y las bragas del mismo color más grandes que yo haya visto nunca. No, no creo que la visión de aquel cuerpo tuvieran connotación sexual alguna: a mí, doña Amparo, con la combinación azul transparente, me parecía un cuerpo de ejército, una fuerza de ocupación.

Un cuerpo de ejército, en salto de cama
 Como muchos niños condenados a vagar durante horas por las escaleras de una casa, yo era, a qué negarlo, bastante imaginativo. Así que, tras un minucioso estudio del pasillo donde estaba la vivienda de doña Amparo, y conociendo al dedillo todas sus costumbres, ideé un plan que me hizo pasar deliciosos ratos de infancia.

La cosa era sencilla. Bastaba con llamar a la puerta de doña Amparo cuando uno oía, por ejemplo, pitar a la olla expréss. Después, salía corriendo como una bala y me escondía tras un pequeño retranqueo del pasillo. Doña Amparo abría la puerta, y extrañada de no ver a nadie, avanzaba hasta la mitad del pasillo para comprobar si había alguien en las escaleras. ¡Ése era el momento! Yo salía corriendo nuevamente, cerraba la puerta de doña Amparo y regresaba a mi escondite.

¡Qué inmenso placer sentía entonces!

__ ¡La puerta!, ¡la puerta!- gemía doña Amparo-. ¡Se me ha cerrado la puerta! ¡Y tengo la comida al fuego!

Pronto se iban concentrando vecinos en el descansillo para ver a doña Amparo, con su combinación azul transparente, dando gritos:

__¡Va explotar la olla express!

¡Qué alborotos aquellos! Hasta que se localizaba el portero, que abría la puerta y colaboraba en desactivar el peligro potencial de la olla express. Yo procuraba consolar a doña Amparo:

__¿Está usted mejor?

__¡Ay, hijo, qué susto! Anda, ven conmigo a casa, que no quiero estar sola.

Y allí se servía una copita de jerez, me ponía mi mano sobre su monumental pecho izquierdo y decía:

__¿No lo oyes? ¿No oyes el corazón? Si es que me va a explotar.

No creo exagerar si digo que aquel espectáculo se representaba, cuando menos, una vez a la semana.

En cien años, todos calvos
Don Palmiro no disfrutó demasiado tiempo de aquella largartona muerta de hambre. Al poco tiempo de irse a vivir con ella, un cáncer comenzó a destruirle lenta y cruelmente. Hasta los vecinos más adeptos a doña Amparo dijeron que la muerta de hambre cuidó de don Palmiro con una dedicación tan amorosa  como nadie pudo imaginar durante los muchos años que se prolongó la enfermedad.

Muerto don Palmiro, los abogados de doña Amparo se ensañaron con la lagartona. Consiguieron arrebatarle bienes, propiedades y la mayor parte de la pensión.

__¿No te parece que he hecho bien, Maruja? -preguntaba doña Amparo a mi madre.

__¡Naturalmente!, Amparo, tú tienes que defender tus derechos -decía mi madre.

Seguí viendo a doña Amparo durante muchos años al pasar por la cafetería "Calpe". Tenía dos preciosos perros  poomerania, que se subían a su regazo para que ella les diera un terrón de azúcar.

__¡José Mari! ¡Dáme un beso! ¡Que mayor estás!

__ Es que tengo treinta años.

__¡Hijo, ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Ay, bribón,  más que bribón! ¡Cuántas picardias me hiciste de niño!

__¡Doña Amparo! ¡Picardias yp? ¿Cómo puede decir eso?

Y doña Amparo se volvía hacia sus amigas, entre los cafés con leche y las tortitas con nata, y decía:

__¡Menudo sinvergüenza! ¡La de veces que me hizo salir medio desnuda al pasillo!

Dos años después, al regresar de una corresponsalía en México, me dijeron que doña Amparo también había muerto.

S.

Confesiones apócrifas de un loro falso

Va creciendo la familia: además de la amiga Viky Frías, ya tenemos una Victoria. Cosa rara, porque nosotros hemos dedicado nuestras vidas por entero al monocultivo de la derrota.

Tenemos también una Lucía, que, por las iniciales, me suena a una antigua compañera de La Voz de Galicia. ¿Eres tú?

Finalmente, tenemos al loro sordo de Cyrano. ¡Magnífico! Un loro falso, un loro sordo, y ya sólo nos falta un loro de aristócrata para formar una gabinete de crisis. No es mala tripulación para un vuelo. Y si el loro sordo es quien me imagino, yo me apunto a volar hasta donde haga falta, y un poco más allá.

El loro sordo dice que el loro falso es tímido. ¡Hombre! Es natural. A mí, esto de ser falso me produce mucha desazón. No me importa estar disecado, ni pertenecer a una novela que habla de otra novela. No, eso no me disgusta. Lo que me mortifica es la falsedad, la mixtificación de mi im-propia identidad.

Aunque sólo fuera por un un prurito ontológico, me gustaría mirar hacia dentro y decir: soy un loro. Pero, no. Soy algo más que un loro, y, a las vez, mucho menos menos que un loro. Soy un loro, sí; pero un loro falso. Es como ser una de esas tortillas de patatas deconstruidas que sirven en los restaurantes caros: el huevo, el aceite, la patata, la cebolla, pero todo ello servido en copa alta y separado en capas segúna las diferentes temperaturas y densidades de cada ingrediente.

Soy un loro falso, deconstruido. ¿Cómo no ser tímido?

Lucía se pregunta por el motivo de esta manía mía de andar contando la historia de mis vecinos de infancia. Yo también me lo pregunto. Y mi mujer. Y mi psiquiatra. Incluso se lo pregunta, con auténtica inquietud, el camarero del bar de abajo.

Dejadme exponer una hipótesis. Se trata de una simplicación, pero puede resultar útil. Por inquebrantables criterio maternos, yo, de niño, sólo podía estar en tres sitios: la casa, el colegio, y la iglesia. Nada de juegos en el patio del cole -mi madre mandó una carta al director-, nada de juegos en la calle y, bajo ningún concepto, nada de traer alguien a casa.

A mí, el colegio no me desagradaba, aunque jamás se me ocurrió entonces que pudiera tener alguna utilidad formativa y/o educativa. El tiempo de colegio era bueno por un motivo elemental: mientras yo estaba en el cole, no estaba en casa o en la iglesia.

En mi casa no sucedía absolutamente nada porque todo, absolutamente todo, estaba prohibido. Lo cual no importaba mucho, dado que en casa nunca había nadie, salvo mi abuela que era rigurosamente sorda y bastante insurrecta. Mis hermanos vivían en un orfanato, papá estaba de viaje, y mi madre pasaba años enteros en las rebajas.

Por los periódicos y la radio, supe que había un mundo grande en algún sitio innacesible, del que yo no formaba parte. Pero, había otro mundo, tangible, con nombres y caras, que comenzaba y terminaba en la calle donde yo vivía. Mi mundo eran las 65 familias que ocupaban mi edificio, y también el panadero, el frutero, el lechero, el de los ultramarinos,el cartero, el médico del ambulatorio, el de la ferretería, el párroco, el zapatero, y varias docenas de personas más.

Mis vecinos constituían la vida real. En aquellos tiempos, era habitual que los críos fuéramos, sin pretexto alguno, a casa de los vecinos, donde nos daban de merendar, nos reñían, o nos halagaban, y nos hacían preguntas capciosas sobre nuestra vida familiar.

A falta de jugar al fútbol en la calle, o de bajar al patio en los recreos, el universo de los vecinos me pareció apasionante. ¡Cuántas cosas pasaban! ¡Que ternuras!¡Que maldades! Codicias, envidias, ambiciones, agravios, desprecios, odios, pasiones, dolores y angustias. Años después, cuando leí la Comedia Humana de Balzac, o la Iliada, o la Odisea, reconocí que los dioses, los héroes, y los protagonistas, también se llamaban doña Quili, don Tomás, doña Amalia, don Ángel, doña Paquita.

Entre aquellos vecinos aprendí a descifrar la información oculta en las ropas tendidas en los patios, y a escrutar la vida de una casa por la cesta de la compra, y a comprender gestos, frases, miradas, horarios, o a valorar la aparición de unos zapatos nuevos o de una gabardina, o un simple cambio de colonia. Pocas cosas eran casuales, ninguna era gratuita. Bastaba con estar atento y con pensar -sin miedo, ni prejuicios- en aquello que a la vista estaba.

Así aprendió a ir viviendo este loro falso. ¿Hay nostalgia, o pena, de aquellas personas?, pregunta Lucía. Pues no lo sé. Seguramente, sí. Ellos fueron el paisaje humano de mi infancia, y viéndoles vivir, escuchándoles, aprendí muchas de las cosas que me empujaron a vivir. Es verdad que, pasado medio siglo, les sigo queriendo mucho, y que cada día admiro más aquella decisión suya, aquel coraje, por seguir vivos cuando media España estaba enterrada en las cunetas de las carreteras y la otra media pasaba hambre.

S.

P.S,:

Que sí, Marta, que todo lo que cuento es verdad. Y que lo cuento con la esperanza de hacerte reír. Mil besos de toda la tropa de enamorados que tienes en este casa.

domingo, 4 de julio de 2010

Llaman desde Galicia

Sucedió en la Nochebuena de 1962. Ya estaba entrando algo de luz en la habitación donde dormíamos papá y yo cuando mi madre entró y dijo:

__ Llaman desde Galicia.

En aquellos tiempos, una conferencia desde Galicia sólo podía significar malas noticias. Para llamar a Madrid, desde mi aldea, había que recorrer quince kilómetros de monte muy empinado.

Papá volvió pronto a la habitación. Se sentó al borde de la cama, en camiseta y calazoncillos, y, tapándose la cara con las manos, ropió a llorar. Yo tenía apenas nueve años y era la primera vez que veía llorar a mi padre.

__ Ha muerto Mamá Pura -dijo papá.

Mamá Pura era su madre, mi abuela, a la que yo apenas había visto dos veces en la casa de la aldea. No supe qué hacer, ni qué decir, así que yo también me eché a llorar. Entonces, mi padre me abrazó y dijo:

__ Es ley de vida. Ella ya cumplió la suya.

Después, me dijo muchas frases cariñosas. Y estuvimos abrazados un rato largo. (Siempre me he preguntado dónde estaba mi madre en aquellos momentos).

Mis padres salieron de Madrid en el primer tren para Orense. Papá llevaba puesto su mejor traje, y mi madre vestía una blusa oscura con una extraña falda negra de franjas brillantes.

Por la noche, mi abuela, mi tío y yo cenamos verdura y tortilla francesa en la mesa camilla del cuarto de estar. Al otro lado de la pared, se escuchaban, débilmente, villancicos y panderetas. Nosotros no cruzamos una palabra en toda la cena. Mi tío rezó un padrenuestro, llevamos los platos a la cocina y, después, nos fuímos a la cama.

De este modo conocí yo el recogimiento de la muerte.

Eso buscaba yo, hace poco, en los textos de Guillén, en los de Antonia: ¿Cómo escribir sobre aquello? ¿Se puede hacer? Hay docenas de imágenes, de sentimientos, de gestos, y emociones con los que uno quisiera poner en pie algún poema sobre aquella vida fundadora.

S.

sábado, 3 de julio de 2010

¡Cuántos muertos en tu escalera!

Dice Viki Frías en un comentario:

"Cuántos muertos en tu escalera, Sulle. Cuántas muertes cotidianas. Impresionan tus relatos".

¿Cuántos muertos! ¡Todos! O casi todos están muertos. Intento escribir estos días unas notas -muy apresuradas todavía- sobre las personas que influyeron en mi infancia. Es decir, de gente que era adulta en 1960. Por ley de vida, sólo quedan personas de prodigiosa resistencia, con mi madre.

Aunque no creo que estas notas le interesen a nadie, aparte de algunas amistades bienintencionadas, habré de aclarar de que nací y pasé la infancia y adolescencia en la misma casa donde, luego, compré un piso y viví muchos años con mi mujer y mis hijos. Es decir: estuve allí tanto tiempo que, de un modo u otro, conozco las vidas completas de todos los vecinos. Es más: aún tengo un piso en esa escalera.

Yo creo que si los "relatos" parecen impresionantes es debido a que todo texto breve que termina con el fallecimiento del personaje se contamina con la presencia de la muerte. De ahí que tantos "talleristas" noveles hagan morir a sus personajes para darle al texto una vida que, paradójicamente, no tiene.

A mí, en cambio, ese conocimiento, sí me impresiona de modo casi angustioso. En muchas ocasiones, como en Navidades, o en verano, vuelvo a mi vieja casa y paseo por el barrio. Me parece estar viendo allí a mis vecinos volviendo a casa con los paquetes de turrón, de regalos. Me parece verlos cargando o vaciando los coches de maletas para irse de vacaciones.

Si vas un domingo por la mañana, basta con pasar con la puerta de la parroquia para imaginártelos vivos, jóvenes, saliendo de Misa de 12, comprando el ABC o el YA, y bajando hasta el bar "La Ardosa" para tomar un vermú. Conozco tan bien sus voces, sus gestos, su ropa, sus frases favoritas, sus comentarios habituales.

Impresiona "verlos" cuando tú ya sabes lo que les sucedió después: bodas, bautizos, hijos, separaciones, enfermedades, muertes.

Impresiona, sobre todo, cuando sueñas con ellos -y me pasa con frecuencia-. Sueñas con don Tomás, "el ferroviario", que tanto me mimó de chiquillo, y le ves volviendo del cine Espronceda con su mujer, doña María. Y tú, en el sueño, ya sabes que a doña María le va a dar un infarto cuando llegue a casa, y sabes que la vida de Tomás será un interminable estafa durante docenas de años.

Son conocimientos que no quisiera tener. Tal vez por eso estoy intentando pasarlos ahora a los papeles; no sé si para quitarles la espoleta, como a una bomba; o para evitar que se mueran conmigo.

A mis sucesivos y esforzados psiquiatras y psicoanalistas, estas cosas no les hacen gracia. "Los muertos tienen derecho al olvido", me suelen decir. Yo les contesto que es verdad, pero que vengan ellos, tan freudianos, a mi cama, se pongan mi pijama y duerman en mi lugar.

Menos mal que a mí se salva, o me condena, que mi mujer nació en la misma casa que yo, y que nuestras infancias y adolescencias sólo estuvieron separadas por dos tramos de escaleras. De ese modo, cuando hablamos de don Tomás, o de doña Quili, estamos hablando de nuestra infancia común. Al fin y al cabo, mi mujer y sus padres era unos vecinos más, y ni ella ni yo dos sabíamos que íbamos a vivir medio siglo juntos.

S.

viernes, 2 de julio de 2010

A veces, la razón viaja en autobús

Hace días, os dejé, en Los Proscritos, unos recuerdos sobre don Ángel

Don Ángel era aquel vecino alcohólico que pasaba muchas tardes bebiendo vino, y tocando el acordeón en un cuartito que se había construído en la terraza.

Ahora le toca a doña Quili, su mujer.

-oOo-

Doña Quili era bajita, regordeta y culona, como Franco. Procedía de un pueblo de Toledo y allí debió ser, de niña, la más lista del pueblo.

Cuando vino a Madrid, para casarse con don Ángel, doña Quili causó baja en el censo de los más listos. Ya se sabe, en las grandes ciudades, siempre hay alguien más listo que tú. Entonces, doña Quili engordó. Engordó mucho para lo bajita que era. En el comedor de su casa aún podía vérsela de joven en una foto de su boda con don Ángel. Allí estaba culona y con grandes tetas, pero aún tenía algo de talle.

Con los años, perdió el talle, el pelo, y el gusto por vestirse. Ya digo que era como Franco, pero con bata y zapatillas. Eso sí: ella no temía a nada, porque doña Quili era una de esas personas que siempre tiene razón. No temía a nada vivo, porque le espantaba cualquier cosa relacionada con la muerte, como los entierros, los tanatorios, los cementerios.

Y le gustaba decir las cosas claras:

__ Mira, Maruja –le decía a mi madre- a mí me gusta decir las cosas como las siento.

__ Eso es lo mejor, Quili –respondía mi madre.

Y se enzarzaban en grandes conversaciones durante las que ambas mentían con un desparpajo admirable. Yo conocía bien las mentiras, y muchas verdades, de la casa. Como nunca me dejaron hablar, ni tampoco ir a la calle con otros chicos, me pasé la infancia viendo y oyendo, lo que me resultaría de gran utilidad en el posterior ejercicio del periodismo y la política.

Doña Quili nunca tuvo una buena opinión acerca de mi persona. Yo tampoco la estimaba en exceso. La diferencia era que yo solía estar mejor informado que ella, y que mis habilidades para enfurecerla rayaban en lo prodigioso. Doña Quili jamás supo cómo era posible que toda su colada se cayera tantas veces al patio, estando húmeda todavía, sin que ella pudiera probar nada en mi contra. Aún la recuerdo, con la ventana de la cocina entornada, vigilando durante horas las sábanas tendidas. Sábanas que, antes o después, aparecían en el suelo del patio, lleno hollín, polvo y barro.

Como todas las personas que tienen razón, doña Quili consideraba que cualquier niño, y especialmente yo, merecía siempre mayor castigo del que habitualmente se recibía en aquel tiempo.

__Este niño está muy consentido –solía decir-. Claro, como su padre siempre está de viaje, se nota la falta de un par de buenas bofetadas.

Entonces mi madre llamaba al orfanato donde vivían mis hermanos, para que el mayor de ellos viniera a administrarme las bofetadas convenientes a una adecuada educación. Así, doña Quili y mi madre se quedaban tranquilas unos cuantos días.

(Esta necesidad de ser correctamente abofeteado habría de ser una constante a lo largo de mi vida. He cumplido 58 años y aún me rodea gente convencida de no soy suficientemente castigado por lo que hago, digo o siento. Son gente a las que les gusta decir las cosas claras, como las siente).

A doña Quili le debo casi todo lo que sé sobre cierto tipo de personas. Escuchándola tantos años uno termina compadeciéndose de la malicia de los mediocres, del agobio de los ambicioso, y la estéril soledad de los que tienen razón. Nadie como ella para enseñar el catálogo de frases hechas, de tópicos, de gestos mil veces repetidos, de lugares comunes. Yo creo que ella fue la primera persona que conocí totalmente exenta de ternura.

Además del miedo a los muertos, doña Quili tenía el temor de no casar bien a sus hijas, Pilarín y Angelines. A mí me gustaba el novio de Angelines. Era tartamudo y tímido. Más de una vez le vi llorar en el portal y decirle a Angelines:

__Que yo te quiero, Angelines, que te quiero, que te lo juro, pero que ya no puedo más con tu madre.

Angelines murió pocos años después de su boda con el tartamudo, y Pilarín se casó con un señor de Almería que tenía un lujoso Mercedes negro.

Durante todos esos años, don Ángel estuvo bebiendo vasos de vino y tocando el acordeón en el chiscón de su terraza, donde yo le acompañaba muchas tardes. Algunas cosas, muy pocas, me contó allí sobre su vida y la de doña Quili. Supongo que siguen siendo secreto de confesión.

Tras la muerte de don Ángel, doña Quili fue una viuda poderosa. Recorría, casi calva y en bata, las casas de las vecinas. Era como un militar retirado:

__ A ver: Maruja –le decía a mi madre-. ¿Tengo o no tengo razón?

__ ¿Cómo no vas a tener razón, Quili? ¡Claro que tienes razón!

Un tarde de verano, al terminar su servicio, el conductor de la línea de autobuses Almería-Madrid se encontró, a una pasajera muerta en un asiento. Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla. Era una mujer bajita, culona y medio calva. No llevaba documentación, así que pasó mucho tiempo en el depósito de cadáveres.

Finalmente, identificaron a aquellea mujer, y así nos enteramos de que había muerto doña Quili. No sé si hubo entierro o funerales. La verdad es que nadie la había echado en falta.

Sulleiro

jueves, 1 de julio de 2010

Sigue la venta en un loro falso

Justo al comenzar las obras en Los Proscritos, me había dado por lanzarme a escribir una serie recuerdos sobre mis vecinos de infancia. No son relatos, ni cuentos, ni nada que se le parezca. Se trata de simples recuerdos que he guardado mucho tiempo sobre aquella gente que compartió conmigo escaleras, patio, ascensor y muchas otras cosas hace ya casi medio siglo.

Llega un momento en que uno tiene la sensación -nada literaria- de que queda poca vida. Y, entonces, le urge dejar escritas algunas cosas. Son cosas bien pequeñas. Cosas de chiquillo.

Me crié en un edificio de seis plantas, donde se incrustaban como podían sesenta y cinco familias, incluída la del portero.

No creo que me de el talento para hablar de tantos y tantos vecinos. En Los Proscritos dejé la historia de don Ángel, el hombre alcohólico que tocaba el acordeón, en defensa propia, encerrado en el chiscón de su terraza.

También os conté algo sobre Angelita. Hoy le toca a la Gran Doña Nati.

Si alguién acredita haber leído al menos uno de los textos, yo pago la cerveza.

Sulleiro

¡La Hipotenusa!

A doña Nati, con toda mi devoción


Doña Nati era vicetiple. Es decir: trabajaba en zarzuelas, operetas y revistas. Cuando se instaló en nuestro edificio, alla por lo años 50, doña Natí estaba "separada " y vivía con un modesto actor de reparto, Narciso Ojeda, que hacía llamarse Ricardo Ojeda en los carteles.

Jamás hubo en la casa nadie con un carácter tan temible como el de doña Nati. Su ira y su combatividad no conoció frontera alguna. Una combatividad nunca limitada a su estremecedora capacidad verbal. No. Doña Nati, cuando se enfadaba, y lo hacía con inquietante frecuencia, repartía bofetadas con tanta energía como equidad.

Doña Nati volvía tarde del teatro y se acostaba casi al alba, de modo que nada enfurecía más a la viceptiple que la despertaran por la mañana.

Buen conocedor de sus costumbre, yo me dedicaba de niño a enviarle a su casa a todos los vendedores, cobradores, mendigos y equivocados que encontraba por la escalera.

__ No, nosotros no queremos miel, ni quesos, pero la señora del 6 D siempre compra -le decía yo a los incautos vendedores que, por entonces, ofrecía sus productos de puerta en puertea.

Un timbrazo. Un par de minutos de silencio y después... ¡la furia desatada! Aún recuerdo a un vendedor de poblado bigote y chaqueta de pana gruesa caído en medio de las escaleras, con todos los quesos rodando por el suelo y varios tarros de miel rotos.

En cierta ocasión, la asamblea de vecinos discutió algún asunto relacionado con una reparación de los tejados que doña Nati consideró lesiva para sus intereses. Su furia aumentaba ante cada argumento contrario, hasta que, próxima al paroxismo, gritó con todas sus fuerzas:

__ ¡Si ustedes deciden eso! ¡yo...! ¡yo....! ¡yo monto.....! ¡Monto.... ! ¡¡¡¡¡¡¡¡ Monto la hipotenusa !!!!!!!!!!

Doña Nati fue la única persona que le cruzó la cara al "Capitán", un militar fascista, provocador y borrachín. ¡Que dos bofetadas le dió un mediodía febrero en la puerta del ascensor!

__ Señora: dé gracias a que soy un caballero -dijo el Capitán con las dos mejillas rojas.

__ ¿Uste? Usted es una mierda -dijo doña Nati y se metió en el ascensor.

Pese a que doñas Nati estaba segura de que era yo quien enviaba a su puerta a todos los cobradores y vendedores sin rumbo que encontraba por la escalera, a mí siempre me trató con cierta amabilidad.

__ ¿Has ido alguna vez a la Zarzuela? -me preguntó un día.

__ No. No, señora.

Esa tarde nos regaló dos entradas para una función en el Teatro de la Zarzuela.

Iba a ser la primera vez que yo pisaba un teatro.

Y fue, sin duda, una de las noches más felices de mi infancia.

Imagináos: en vez de cenar un plato de acelgas sin rehogar bajo la bombilla de 25 watios de nuestra cocina, me encontré por la noche en un patio de butacas, inmerso en un mundo deslumbrante: música con orquesta, vestidos de colores, aromas de cientos de colonias...

Y, arriba, en el escenario, iluminada por los foco, estaba nada menos que doña Nati, vestida con una traje llamativo, muy maquillada y cantando junto a sus compañeras. ¡Aquella mujer que vivía en nuestro rellano! ¡La que arrojaba escaleras abajo a cobradores del gas y a los vendedores de queso de la Alcarria! ¡La que abofeteó al Capitán!

Muchas veces, cuando vuelvo al teatro, a la ópera o la zarzuela, me acuerdo de doña Nati y de aquella noche en la que me enamoré para siempre del teatro.

Pasó el tiempo, claro. Doña Natí envejeció y, muerto su compañero, nos dijo una tarde que se iba a vivir con una hija. No sabíamos que tuviera hijas.

Un par de años después, una nota pegada da sobre la puerta del ascensor pedía una oración por su alma y anunciaba la fecha y hora del funeral.

Sulle