viernes, 25 de febrero de 2011

Adiós


En los tanatorios de Madrid, la empresa funeraria municipal reparte ejemplares gratuitos de una revista llamada Adiós. El nombre no es un alarde de creatividad. Menos mal que los responsables de la publicación no la han llamado Ahí te pudras, o ¿Tiene usted fuego?


Está bien que los muertos tengan su propia revista. Así, pueden distraerse en las tediosas horas del velatorio. Sin embargo, como les cierran los ojos, nunca se ha visto a un finado leyendo la revista. Los familiares, en cambio, suelen echarle una ojeada, y se enteran de lo último en tanatología.

Hace ya tiempo que a los tanatorios colocan a los muertos tras un cristal, como a los recién nacidos.

No es consolador saber mucho sobre cadáveres. Por ejemplo,  no es bueno saber que los muertos lloran como niños. Si acercáis el oído a un ataúd a los tres o cuatro días, escucharéis el llanto de un bebé. Son los gases que escapan del muerto. Uno puede conocer el fundamento biológico, pero da igual: parece como si el muerto, al fin solo, llorara por si mismo; y lo hiciera como un niño.

S.

domingo, 20 de febrero de 2011

SI te sientes un estorbo, es que estás acabado

Me parece que la  vida de este blog se va apagando. Al principio,  apenas tenía una docena de lectores. Hoy ya  han sido trescientos los visitantes de la última entrada.Demasiada gente. Yo tengo muy pocos amigos. Y estos textos eran para ellos. Con todos mis respetos, los demás lectores me sobran.

Sospecho que, en muchos casos, uno escribe en un blog como un exorcismo contra el abandono y contra las  tristezas que nos separan de otras personas.

Escribimos -digo yo-  porque  de la mañana a la noche, nos van cercando los enfados, las malicias, las mezquindades: las propias y las ajenas. Y, poco a poco, se llega una edad en la que esas malicias nos producen un profunda sensación de abatimiento, tan profunda que preferimos cambiar de tren antes que seguir con los mismos compañeros de viaje.



¿Por qué este abatimiento? Tal vez sea porque lo difícil no es ceder, sino enfrentar al miedo.  A fuerza de temer la muerte, vivimos como muertos. A fuerza de temer la soledad, vivimos con si estuviéramos solos. Y a fuerza de temer a la amistad, vivimos como si no tuviéramos amigos.

Yo, por ejemplo,  temo a muchas personas por ser lo que son: blancas, españolas, adineradas, poderosas, influyentes. Las he visto dar patadas a los perros, y estacazos a los moros, y empujones a los viejos.

Me dan miedo, también, las personas que rechazan una caricia. Cuando alguien te rechaza una caricia, un beso,  un mimo, sientes en la boca como un sabor a ceniza que tarda mucho en desaparecer.

Vivimos temerosos, como puede verse. Y reaccionamos ante a esos temores con gran vehemencia. Es la "irreprimible irritabilidad" de la que hablaba Thomas Mann. La irritabilidad nos va convirtiendo en un estorbo, y, como decía mi padre, sentirse un estorbo es estar acabado.

Sulle

viernes, 18 de febrero de 2011

Deja que me dé pena, vida mía

Dedicado, con todo afecto, al Fondo Monetario Internacional
La psiquiatra deja de tomar notas y pregunta:
__ Dígame, cuando llora usted al hablar de aquel viaje, ¿qué busca? ¿seducirme? ¿conmoverme?
__ Seducirla, supongo. Para conmoverla me basta con hacerla reír. Cuando la hago reír pierde usted el control. De sobra lo sabe usted: soy un tanguista vanidoso. Puedo sufrir lo que haga falta con tal de darle a usted pena. 
__ ¿Podría incluso mostrarse vulnerable?
__ Una amiga mía dice que cuando llora se siente desnuda y vulnerable. ¿Con qué fantaseábamos de niños? ¡Con estar desnudos! Con ver al otro desnudo, con que el otro te viera a ti desnudo. ¡Eso era ser vulnerable! Era ponerse al alcance del otro, y, decirle: mírame cuánto quieras, mírame dónde quieras. ¿No ha jugado usted nunca a “los médicos”?
__ Yo no soy la que se analiza aquí.

(Para seguir leyendo pulsa en "más información")

Otra vez llegan torrentes de infancia que llenan la consulta, que desbordan el diván. La cabeza fluye a una velocidad infinitamente mayor que las palabras. Todo viene mezclado en el relato, como escombros en una riada. Dioses, vestidos o desnudos, estranguladores de Boston, crímenes improbables y gratuitos, deseos con trampa y pequeños tormentos de niño cabrón y miedoso.
De pronto, la psiquiatra se enfada:
__ ¡Usted siempre actúa igual!
__¡Vaya! y... ¿cómo actúo?
__ Se comporta como si todo lo que va a suceder fuera una improbabilidad matemáticamente signada.
Se produce un silencio de muerte en la consulta.
__ ¿Ha dicho usted que me comporto como si todo lo que va a suceder fuera una improbabilidad matemáticamente signada?
__ Sí. Eso he dicho.
Me incorporo en el diván. Miro de frente a los hermosos ojos de la loquera:
__ ¿Una improbabilidad matemáticamente signada? ¿Quiere usted decir que yo vuelvo ahora a mi casa y le digo a mi mujer: “¡Tranquila, cielo, que lo mío no es grave! Ni depresión ni trastorno bipolar. Ya no hace falta que tome valproato, ni paroxetina, ni distraneurine, ni nada de nada. Lo mío es, simplemente, una improbabilidad matemáticamente signada”? Fíjese: tantos años de médicos diciendo que estoy de la cabeza, además de no ser muy listo, y resulta que no, que sólo se trata de una improbabilidad matemáticamente signada.... ¿Cómo cree que se lo va a tomar?
__ Se lo ruego -dice la analista- no me haga usted reír. Sabe usted perfectamente lo que le estoy diciendo. No me haga reír, se lo ruego otra vez.
Pero se ríe. Se ríe cada vez más fuerte.
__ ¿Se ríe? Pues ya estamos los dos igual -le digo-. Ya estamos desnudos y vulnerables. ¿Quiere que juguemos a los médicos?
__¿Le gustaría hacerlo conmigo? ¿O lo dice sólo por darme pena?
Los dos dejamos de reír y nos colocamos en nuestro sitio. Es como si, de repente, mamá acabara de entrar en la consulta.
Sulle


jueves, 17 de febrero de 2011

Veintitrés de febrero, por ejemplo

Ocho de febrero. Veintiséis de agosto. Veinticuatro de marzo. Ocho de agosto. Catorce de febrero. Parece que envejecer es ir acumulando fechas cargadas de  significado.


Dos camiones se han llevado ayer lo que guardábamos en la casa de la infancia. Hemos pagado una fuerte suma para que unos operarios vaciaran la casa. Siempre te cuesta dinero que lleven algo tuyo, así sea el cuerpo de tu madre. Siempre que algo te duele, aparece un señor bien trajeado que te ofrece varios presupuestos.


La verdad es que la casa no está vacía del todo. Ha quedado allí una bolsa lona gris llena de huesos.


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Son los huesos que usé cuando estudiaba Medicina. No hace falta tener muchos conocimientos médicos para saber cuándo y porqué un cuerpo no quiere emborracharse. El cuerpo es astuto y recurre a todo: mareos, sudor frío, vómitos, vértigo, angustia. No hay que hacerle nunca caso. Son trucos para que que todo dure más. Una estafa. Debe uno imponerse al cuerpo y llevarlo bajo el volcán, quiera o no quiera.


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Veintitrés de febrero, por ejemplo. Muy cerca del volcán.

Lo contaré. ¡Vaya que lo contaré! (Feliz lugar: Aquí nunca me leen)

Y lo haré sin perdonar los más inconfesables detalles. Por ejemplo, diré que la noche en que cumplí treinta años era verdaderamente lujuriosa. Una de esas noches estrelladas de México D.F.

Tampoco dejaré de decir que, por entonces, yo tenía un precioso Chevrolet Malibú azul, comprado un año antes en Houston, una noche que llovía a mares. Me encantaba aquel coche: grande, suave, silencioso. ¿A qué no lo sabíais? ¿Veis? Con aquel coche recorrimos varios miles de kilómetros

Otra cosa que no sabéis: esa noche me escapé del periódico y
 fui a pasear por un jardín cercano. No había un alma. Era muy tarde. Me senté en un banco y fumé un montón de cigarrillos. Comenzó  a dolerme el pecho y pensé: "un infarto, me va a dar un infarto. ¡Tiene huevos! Morirme solo en una mierda de parque a quince mil kilómetros de casa".

Pero el dolor desapareció y regresé al periódico. Tampoco aquella noche quería el cuerpo emborracharse. Pero, entre todos, lo conseguimos a base de ron, cerveza y tequila. Y volví a casa de madrugada, rodando muy despacito por la Avenida Insurgentes con mi Malibú azul. Ni un coche. Nadie en las calles. Yo solo, borracho, en un coche suave y dulce como un pubis juvenil. 

Arriba, en el apartamento, esperaba mi mujer. Felicidades, dijo. Estaba hermosa como el maldito volcán de Lowry. Empezamos a follar justo al amanecer. Ella tenía el sexo dulce, poderoso y suave, como un gran Chevrolet azul.

S.

viernes, 11 de febrero de 2011

No metas la mano en mis sagradas entrañas

Para R.A.C, que ya es, por fin,
un barco perdido (El Espejo del mar, Conrad)
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Respeta a otros por sus palabras dichas,
a mi por mi silencio, que habla en actos.
(Shakespeare, no me acuerdo del número del soneto)


La analista se revuelve incómoda en su sillón. Cambia de bolígrafo y empuja un poco hacia a derecha la mesa auxiliar.

__ ¿Por qué elige usted la palabra extirpar? -pregunta- ¿Por qué me dice que fue usted extirpado de una relación o de un trabajo?

Está cansada. Soy el último paciente, y creo que no le gusta escuchar palabra propias de un quirófano -metal y cuerpo abierto- en el aséptico despacho de los fantasmas y las hipótesis.

__¿No sería más propio hablar de exclusión, de expulsión? ¿No podría usted decir "me echaron de aquel trabajo", me "abandonó aquella amante"?



No. Le digo que la extirpación significa arrancar algo de cuajo, hasta la raíz. Lo excluido, lo expulsado, lo abandonado, puede regresar al recinto de la exclusión. Lo extirpado, no. Lo extirpado es malo en sí mismo, y debe ser arrancado sin dejar rastro alguno. Es decir: consiste en sacar la raíz.

__¿Hoy se siente así?

__ No; además no me parece un sentimiento. Se trata de que las cosas, a veces, son así. Nos extirpan, y punto. Es cosa de familia, ¿sabe?

La analista se sobresalta, deja de tomar notas y me mira con aprensión:

__¿De familia?

__ Sí, a un hermano mío le pasa igual. Me lo dijo un día que estábamos un poco borrachitos en un restaurante de lujo, porque invitaba él. Hablamos de todo. De la familia, de la infancia,de lo ganado y lo perdido. "No te engañes- me dijo-. A todo el mundo le perdonan sus pecados menos a a ti y a mí. Nuestros pecados son imperdonables.

Siempre ha sido así. En el colegio, en la universidad, en el partido, en los trabajos, en la vida social, en la amistad. Él y yo éramos lo mejor de lo mejor. ¿Inteligentes? Los más inteligentes. ¿Sensibles? Los más sensibles. ¿Divertidos? Los más divertidos. Hasta el día en que cometíamos el pecado. El pecado de decir justamente aquello que una autoridad, pequeña o grande, no estaba dispuesto a escuchar.

¡La obscenidad! Eso es lo imperdonable: el escándalo de señalar lo oculto, de ponerle nombre.

__¿Entonces les extirpaban?

__ Sí, nos extirpaban. Cómo a un tumor.

¡Cuántas barbaridades hemos visto! ¡Cuánto canalla! ¡Cuánta vileza! No importa. Todo se perdona con prontitud, todo menos esa frase, esa  mirada, ese gesto intolerable.

Lo dice muy bien Henry Miller en Trópico de Capricornio: "Nadie quiere amor auténtico, odio auténtico. Nadie quiere que metas la mano en sus sagradas entrañas: eso es algo que sólo debe hacer el sacerdote en la hora del sacrificio".
__
Dígame: ¿cómo se las arregla para seguir en tantos sitios?


__ No sé. Procuro no meterme donde se ejerce el sacerdocio.
La psicoanalista hace un gesto como si fuera a decir algo importante, pero se lo piensa mejor, se levanta y dice:

__ Le espero la semana que viene.

Y, en umbral de la puerta, añade:

__Yo no le voy a extirpar.  

S.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Recuerdos del nueve y diez de febrero (1978)

Treinta y tres años después de todo aquello, 
escribo estas líneas para Alicia, 
mi mujer; y las escribo en  esta fecha 
a través de otras fechas.

Sucedió por estos días hace más de treinta años.

Apenas recuerdo nada de lo que sucedió. Por más que hurgo en la memoria, no encuentro más que imágenes sueltas, como si todo procediera de en un álbum roto.

Recuerdo la rojiza silueta del hospital sobre el azul del cielo nocturno. Recuerdo haber golpeado con furia una papelera grande y marrón que estaba en la puerta del depósito de cadáveres. Y veo a mi hermano mayor salir del depósito con los ojos llenos de lágrimas. Más tarde supe lo que le dijo a nuestro padre muerto:

__ ¿Cómo has podido hacernos esto?


Imágenes sueltas. Mi mujer -¡tan joven! ¡tan bonita!- paseó conmigo toda la noche por los alrededores del hospital. Aunque era un ocho de febrero, hacia una noche casi de primavera. Lo recuerdo como si fuera hoy: al amanecer, mi mujer me besó las manos y yo seguía sin poder hablar.

Sé que después hubo tanatorios,  y misas, pero nada de ello ha quedado en mi memoria. Nada: recuerdos deslavazados, imágenes incompletas, fotos rotas.

Sí me acuerdo del entierro. Estaba lloviendo. Y,  al caer,  las gotas de lluvia resonaban sobre el ataúd.  Mi tío Ángel, tan frío siempre - impermeable crema, traje gris, corbata negra- me tomó por los hombros y me acarició por primer y última vez en mi vida, Al otro lado de la sepultura, bajo los paraguas, estaban mis compañeros de la revista Interviú, donde yo trabajaba.


Bajaron el féretro -¡estaba mi padre dentro!-, y llenaron con tierra la sepultura. Era mediodía. Olía a lluvia,  a tierra mojada y a flores.  Nos fuímos y dejamos a mi padre allí.  Mi mujer me tomó de la mano, y, sin que lo supiéramos entonces, comenzamos una vida nueva: la nuestra.

Sulle