lunes, 14 de marzo de 2011

Cuando acariciarse era un milagro

Para la gente que frecuentó nuestros cuerpos  
cuando  acariciarse era un  milagro. Y, hoy, especialmente , para vosotros: Justo, y M. y Y.            

A nadie le importa, pero lo que no se cuenta corre el riesgo de no existir. Y todo lo sucedido este fin de semana, -o el anterior, o el  próximo-, existe.

Todo es relato.

Algunas son cosas de hace veinte, treinta años. Otras, son de ayer mismo.

¿Quién recuerda la "movida" madrileña? Cada cual recordará lo que le importa. Yo recuerdo, sobre todo, que los labios y las bocas sabían a tabaco y a ginebra; que los vientres de las chicas eran planos; y  los pechos se ofrecían -tan hermosos-, con  pezones color vino; que el el sexo olía a jardín recién regado.

Entre casa y casa, entre copa y copa, los cuerpos eran pura fiesta. Claro, no todos tuvieron derecho a la inocencia. Pero sí tuvieron derecho al café recién hecho por la mañana, y a jugar en la cocina, o en la ducha, con besos en los muslos, y en las manos, o en los pechos y el sexo salpicados con cualquier champú de oferta. Después, domingos de sol y de vermú cerca de El Rastro

Veinte, treinta años, es mucho tiempo para una vida humana. Desde entonces han pasado muchas cosas. Pero creo que nada se ha perdido mientras se pueda contar. Tal vez los cuerpos estén viejos, pero son aún  dulces y sabios, y siguen ofreciendo el olor a jardín húmedo.

Sulle.

martes, 8 de marzo de 2011

Sobre los periodistas y las lecturas poéticas




La amiga Viky Frías publica en su blog una divertida entrada sobre las lecturas poéticas. Y, en los comentarios de la entrada, reconoce que dudó a la hora de caracterizar la conducta de los periodistas en tales actos. Al final se decidió por "se pavonea la prensa".

La verdad es que no puedo ayudarla mucho porque  hace años  que no tengo vida social. Donde me conocen, procuran no invitarme; y donde donde no me conocen, me invitan menos todavía. Por otra parte, mi señora es de poco sacarme a las exposiciones, y otros actos culturales, porque mi carácter -impresentable de por sí- no mejora cuando mezclo alcohol con la abundante medicación que mi psiquiatra me prescribe.

De todas formas, supongo que las cosas seguirán inspirándose por reglas parecidas a las que rigieron durante mi largo tiempo en activo.  Por entonces, los periodistas vivíamos en una permanente persecución. Perseguías a alguien para que te facilitara una información, un documento o unas declaraciones exclusivas. Y eras perseguido por los que querían venderte una "noticia" o conseguir que publicaras algo a su favor.

En las presentaciones de libros, lecturas poéticas, o estrenos teatrales, imperaba el mismo espíritu.  Durante los años en los que escribí en medios de gran influencia y tirada, fui agasajado hasta la vileza por los organizadores y participantes en los festejos culturales. Cuando, en cambio, fui en representación de revistas modestas, tuve que luchar a brazo partido para arrebatarle una croqueta y un gin-tonic al camarero menos aguerrido.




(En realidad, todo era una entrañable impostura. Tú escribías para El País, pero nunca tenías la certeza de que tu jefe de sección, o tu redactor-jefe, no dejara reducida tu crónica a 15 líneas al final de una página. O, lo que era peor, que no se publicara. Raramente un periodista de "a pie" decide sobre sus propios textos).

Sin embargo, todo estaba lleno de gestos con valor simbólicos-referencial. Yo me dí cuenta de lo importante que era la revista teatral El Público cuando, para el primer estreno, me dieron las dos butacas contiguas a las de Haro Tecglen, el gran crítico de El País.

(Esto va para ti: Moisés Pérez Coterillo, fundador de la revista y del Centro de Documentación Teatral . Te recuerdo diciéndome: "Sulleiro: ¡no te enfades, por favor! No ves que se te pone fatal el cutis". Era verdad. A mi se me estropeó el cutis, y a ti te dio por morirte. El teatro español no te ha reconocido aún  lo que te debe)

La condición humana no cambia sino en periodos de tiempo propios de la geología. Así que supongo que el panorama de la prensa cultural no habrá variado mucho: odios cainitas, pasiones desatadas, malicia, astucia, mucha coca,  borracheras, polvos inconfesables y a deshora, camarillas, traiciones inauditas, gente prodigiosa que te conmovía desde un escenario o desde las páginas de un libro, tipos admirables, sinvergüenzas de la peor ralea. ¡Cuánta humanidad!

La verdad es que extraño pocas cosas de aquel tiempo. Extraño las entradas gratis, los libros regalados, y los dulces hombros de las actrices jóvenes. Y, también, aquel olor de la madrugada madrileña, cuando volvías a casa, con la ventanilla del coche algo abierta, pensando en qué sería de ti -imaginando vidas probables, imposibles, disparatadas-, mientras te fumabas el último cigarrillo.

Sulle