lunes, 6 de julio de 2009

El whisky de la habitación 214



Para el Lobo, Antonio Rómar y Jesús Cuesta
(Prácticos eméritos del Puerto de Malta)

Como es sabido, si se escribe un mensaje con zumo de limón en una hoja de papel, no quedan señas de él. Pero si se pone el papel un momento cerca del fuego, las letras se vuelven marrones y se puede leer lo que contiene. Imaginad que el whisky es el fuego y que el mensaje es lo más recóndito del alma del hombre: sólo así se comprende lo que vale la bebida de la señorita Amelia. Cosas que han pasado inadvertidas, pensamientos ocultos en la profunda oscuridad de la mente, de pronto son reconocidos y comprendidos. Un obrero textil que no piensa más que el telar, en la fiambrera, en la cama y vuelta al telar, este obrero bebe unas copas el domingo y se tropieza con un lirio en la ciénaga. Y coge esta flor y la pone en la palma de la mano, examina el delicado cáliz de oro y de pronto le invade una dulzura tan intensa como un dolor. Y ese obrero levanta de pronto la mirada y ve por primera vez el frío y misterioso resplandor de una noche de enero, y un profundo terror ante su propia pequeñez le oprime el corazón. Cosas com esta son las que ocurren cuando uno ha tomado la bebida de la señorita Amelia. Uno podrá sufrir o podrá consumirse de alegría, pero la experiencia le habrá mostrado la verdad; habrá calentado su alma y habrá visto el mensaje que se ocultaba en ella.

De La balada del café triste, de Carson Mcullers, Bruguera Libro Amigo, página 18

Una cosa triste e inmerecida




Entonces lo vi. Agachado en lo alto de un armario había otro loro. También de color verde intenso. Y también, según dijeron tanto la gardienne como la etiqueta de su percha, era el mismís, era el mismísimo loro que Falubert pidió prestado al Museo de Rouen para escribir Un coeur simple. Pedí permiso para bajar de allá arriba esre segundo Loulou, lo posé con todo cuidado encima de una vitrina, y le quité la campana de cristal.

¿Cómo se establece una comparación entre dos loros, uno de ellos idealizado ya por la memoria y la metáfora, y el otro apenas un chillón intruso? Mi reacción inicial fue pensar que el segundo era menos auténtico que el primero, sobre todo porque su aspecto era más bonachón. La cabeza estaba situada en un ángulo más recto en relación con el cuerpo; y su expresión no era tan irritante como la del pájaro del Hôtel-Dieu. Luego comprendí que este razonamiento era falaz: Flaubert, al fin y al cabo, no pudo elegir entre varios loros; e incluso este segundo loro, que parecía un compañero más tranquilo, podía perfectamente ponerte nervioso a cabo de un par de semanas.

(...) Volví a dejar el pájaro en su sitio y pensé: tengo más edad de la que Flaubert jamás llegó a tener. Parecía una presuntuosidad; una cosa triste e inmerecida.

(De El Loro de Flaubert, Julian Barnes. Compactos Anagrama, pp 13-27)