lunes, 5 de julio de 2010

Confesiones apócrifas de un loro falso

Va creciendo la familia: además de la amiga Viky Frías, ya tenemos una Victoria. Cosa rara, porque nosotros hemos dedicado nuestras vidas por entero al monocultivo de la derrota.

Tenemos también una Lucía, que, por las iniciales, me suena a una antigua compañera de La Voz de Galicia. ¿Eres tú?

Finalmente, tenemos al loro sordo de Cyrano. ¡Magnífico! Un loro falso, un loro sordo, y ya sólo nos falta un loro de aristócrata para formar una gabinete de crisis. No es mala tripulación para un vuelo. Y si el loro sordo es quien me imagino, yo me apunto a volar hasta donde haga falta, y un poco más allá.

El loro sordo dice que el loro falso es tímido. ¡Hombre! Es natural. A mí, esto de ser falso me produce mucha desazón. No me importa estar disecado, ni pertenecer a una novela que habla de otra novela. No, eso no me disgusta. Lo que me mortifica es la falsedad, la mixtificación de mi im-propia identidad.

Aunque sólo fuera por un un prurito ontológico, me gustaría mirar hacia dentro y decir: soy un loro. Pero, no. Soy algo más que un loro, y, a las vez, mucho menos menos que un loro. Soy un loro, sí; pero un loro falso. Es como ser una de esas tortillas de patatas deconstruidas que sirven en los restaurantes caros: el huevo, el aceite, la patata, la cebolla, pero todo ello servido en copa alta y separado en capas segúna las diferentes temperaturas y densidades de cada ingrediente.

Soy un loro falso, deconstruido. ¿Cómo no ser tímido?

Lucía se pregunta por el motivo de esta manía mía de andar contando la historia de mis vecinos de infancia. Yo también me lo pregunto. Y mi mujer. Y mi psiquiatra. Incluso se lo pregunta, con auténtica inquietud, el camarero del bar de abajo.

Dejadme exponer una hipótesis. Se trata de una simplicación, pero puede resultar útil. Por inquebrantables criterio maternos, yo, de niño, sólo podía estar en tres sitios: la casa, el colegio, y la iglesia. Nada de juegos en el patio del cole -mi madre mandó una carta al director-, nada de juegos en la calle y, bajo ningún concepto, nada de traer alguien a casa.

A mí, el colegio no me desagradaba, aunque jamás se me ocurrió entonces que pudiera tener alguna utilidad formativa y/o educativa. El tiempo de colegio era bueno por un motivo elemental: mientras yo estaba en el cole, no estaba en casa o en la iglesia.

En mi casa no sucedía absolutamente nada porque todo, absolutamente todo, estaba prohibido. Lo cual no importaba mucho, dado que en casa nunca había nadie, salvo mi abuela que era rigurosamente sorda y bastante insurrecta. Mis hermanos vivían en un orfanato, papá estaba de viaje, y mi madre pasaba años enteros en las rebajas.

Por los periódicos y la radio, supe que había un mundo grande en algún sitio innacesible, del que yo no formaba parte. Pero, había otro mundo, tangible, con nombres y caras, que comenzaba y terminaba en la calle donde yo vivía. Mi mundo eran las 65 familias que ocupaban mi edificio, y también el panadero, el frutero, el lechero, el de los ultramarinos,el cartero, el médico del ambulatorio, el de la ferretería, el párroco, el zapatero, y varias docenas de personas más.

Mis vecinos constituían la vida real. En aquellos tiempos, era habitual que los críos fuéramos, sin pretexto alguno, a casa de los vecinos, donde nos daban de merendar, nos reñían, o nos halagaban, y nos hacían preguntas capciosas sobre nuestra vida familiar.

A falta de jugar al fútbol en la calle, o de bajar al patio en los recreos, el universo de los vecinos me pareció apasionante. ¡Cuántas cosas pasaban! ¡Que ternuras!¡Que maldades! Codicias, envidias, ambiciones, agravios, desprecios, odios, pasiones, dolores y angustias. Años después, cuando leí la Comedia Humana de Balzac, o la Iliada, o la Odisea, reconocí que los dioses, los héroes, y los protagonistas, también se llamaban doña Quili, don Tomás, doña Amalia, don Ángel, doña Paquita.

Entre aquellos vecinos aprendí a descifrar la información oculta en las ropas tendidas en los patios, y a escrutar la vida de una casa por la cesta de la compra, y a comprender gestos, frases, miradas, horarios, o a valorar la aparición de unos zapatos nuevos o de una gabardina, o un simple cambio de colonia. Pocas cosas eran casuales, ninguna era gratuita. Bastaba con estar atento y con pensar -sin miedo, ni prejuicios- en aquello que a la vista estaba.

Así aprendió a ir viviendo este loro falso. ¿Hay nostalgia, o pena, de aquellas personas?, pregunta Lucía. Pues no lo sé. Seguramente, sí. Ellos fueron el paisaje humano de mi infancia, y viéndoles vivir, escuchándoles, aprendí muchas de las cosas que me empujaron a vivir. Es verdad que, pasado medio siglo, les sigo queriendo mucho, y que cada día admiro más aquella decisión suya, aquel coraje, por seguir vivos cuando media España estaba enterrada en las cunetas de las carreteras y la otra media pasaba hambre.

S.

P.S,:

Que sí, Marta, que todo lo que cuento es verdad. Y que lo cuento con la esperanza de hacerte reír. Mil besos de toda la tropa de enamorados que tienes en este casa.

3 comentarios:

  1. Querido falso loro,

    Si el loro aristócrata en el que usted ha pensado es el mismo loro en que yo pienso (no voy a decir que a todas horas por no confesarlo), apúnteme desde ya a ese gabinete de crisis. Y si necesita referencias, pregunte por mí en el penal de Ocaña. ¡Qué motines aquellos!

    Me apetece un huevo (de los que pone con mimo mi señora lora y yo empujo con disimulo fuera del nido) volar alto y hacer picados con tirabuzones, aunque me vaya a partir las alas en la más que previsible caída. Si hay que morir, que sea por un tirabuzón.

    Y puestos a montar gabinetes, ¿qué tal un loro muerto? ¿Y un loro sexólogo?... En sus alas lo dejo.

    A su inconmensurable pico,

    el loro sordo

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  2. Mi idolatrado loro sordo: Sólo de pensar en su proposición, se me ponen las plumas como escarpias.

    (¡Ay! ¡Qué complejo es el deseo de un loro falso: ¡lo queremos todo! ¡Y ahora!

    ¿Se imagina vuecencia a esos cinco loros volando en formación de combate?

    Beso con delectación sus garras.

    S.

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  3. ¿De la Voz de Galicia?

    No, no soy de la Voz de Galicia. Yo te leía cuando eras el gran "Faro Villano". Lo que pasa es que entonces tú estabas rodeado de "admiradores y.... grrrrr.... admiradoras" y no te fijabas en comentaristas modestas como yo.

    Me sigue gustando lo que cuentas

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