lunes, 27 de diciembre de 2010

Fijaos en lo grandes que parecen sus manos

Recordadle, os lo ruego. Recordad lo grandes que parecían sus manos. Hablo de mi padre. Recordad cómo se quitaba las gafas y las sostenía con dos dedos. ¿Veis como mordisqueaba una patilla de las gafas? Eso es que tenía dudas, que estaba pensando en lo que iba  a decir. Después, volvía a ponerse las gafas, levantaba la vista y comenzaba hablar.

Muy pronto, aprendí yo a imitar aquellos gestos suyos. Aprendí a quitarme las gafas -como él- cuando algo me alteraba. Y, con ello, a diluir el miedo, igual que una montaña se esconde tras la niebla.

Otras cosas también aprendí de él. Por ejemplo, a tomar en brazos a un bebé para dormirle, a sostener la cabeza de los borrachos, y, sobre todo, a besar y acariciar el rostro de los locos y el cuerpo de las mujeres. "Nadie sabe -solía decirnos- la fuerza que tiene una mano cuando sujeta a otra mano".

¿Habéis visto en el recuerdo qué grandes son unas manos cuando se quitan las gafas? ¿No os parece incomprensible que tengamos tantas cosas dentro y un solo cuerpo para decirlas?

El Loro (falso) de Flaubert

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Doña Silvestre y un inocente Re menor

Había escrito yo que me daba miedo el Re menor, y responde doña Anónima Silvestre que:

"Pues sí señor Sulle. Tiene usted que afinar sus terrores, entre otras cosas porque es conveniente que nos aterrorizen (sic) cosas terrorificas de verdad, no algo tan inofensivo como un re menor. 
Y bueno, esto es una opiniónn mía personal que creo abrirá ampollas: Es que Proust es tan pastelazo... y tan serio... y ladrillo.."



Habrá usted disculparme, doña Silvestre, pero es que yo procedo de una familia muy humilde. Es verdad que los niños pudientes de mi barrio se aterrorizaban  con amenazas auténticamente temibles. En mi casa, no. Dada la pobreza de nuestra a condición, nosotros tuvimos que conformarnos con un miedo pequeño y económico, como el  re menor. 


Sé que algunas familias se permitían el lujo de tener un miedo para cada uno. Mis hermanos y yo, en cambio, utilizábamos un miedo para todos. Con los miedos sucedía como con las chaquetas: primero los usaba mi padre, y después iban pasando a mis hermanos mayores, hasta que me llegaban a mi, ya muy desgastados.


Lo mismo le digo sobre Proust. A mi familia le gustaba Proust por pura pobreza. En las casas buenas se leía a José María Pemán.
Suyo
El Sulle