martes, 6 de julio de 2010

Don Tomás, el ferroviario

Para Ruth, Santiago, Mireia y Lourdes


Huele mucho a ozonopino. En la pantalla, un niño muy pobre va hacia su chabola con una cántara de leche. De repente, un tropezón, la cántara al suelo y la leche derramada por el barro. El niño rompe a llorar, y yo, que era un crío ñoño y sensiblero, también me eché a llorar, pero haciendo mucho más ruido que el chiquillo de la película. Entonces, don Tomás, me tomó de la mano y me sacó al vestíbulo del cine.

__No te preocupes -dijo-. Es que las películas de pobreza son muy tristes,  pero la otra es de guerra y ya verás como te gusta.

Cines de barrio, de "sesión continua", con dos películas y el NO-DO. La otra película, la de guerra, con sus cientos, miles de muertos, me gustó. La guerra era una cosa del cine; pero la pobreza, no. En Madrid había pobreza, en la aldea de mi padre había pobreza, en nuestra casa había pobreza. En todo el país había hambre, frío, miedo. La guerra era otra cosa, cosa del cine y de los tebeos de "Hazañas Bélicas". Claro, hubo otra guerra, la nuestra, pero de esa guerra no se hablaba nunca en mi barrio.

Don Tomás, "el ferroviario", trabajaba en la RENFE. Era un hombre menudo, de voz dulce y manos delicadas. Creo que, viéndole a él, descubrí, con sorpresa: que los hombres podían tener ojos bonitos. Vestía siempre con una pulcritud extrema, no hablaba a voces y, hacía algo increíble en un adulto: me escuchaba.

Su mujer, don María, tan bondadosa como su marido, estaba "delicada del corazón". En aquella época se empleaba mucho esa piadosa expresión: "está delicado del pecho", "está delicado de los pulmones". Sobrevivíamos gracias a los eufemismos.

Don Tomás y doña María no pudieron tener hijos; y yo, por motivos que no vienen al caso, no pude tener padres en el sentido tradicional. Así que se produjo una adopción mutua. Don Tomás y doña María me sacaban de paseo, me daban de merendar en su casa y me llevaban al cine. Yo procuraba corresponderles  dejándome querer mucho, que era lo que más les gustaba. No me fue fácil, porque mi familia era muy severa en expresiones afectuosas y yo no sabía dejarme abrazar, o dar besos.

Ahora, más de medio siglo después, y con esta decisión de contar la verdad de mis recuerdos hasta donde la memoria, o la tristeza y el miedo lo permitan, puedo decir que don Tomás y doña María fueron los únicos - insisto: los únicos- vecinos de la casa a los que nunca hice una putada, y entre los vecinos incluyo a mi familia. Es más, si doña María o don Tomás se indisponían con algún miembro de la comunidad, yo me sentía más que orgulloso de hacerle la vida imposible al agresor.

Pero, como ninguna historia acaba bien, los médicos recomendaron a don María vivir en un sitio cálido y a nivel del mar. Ella y don Tomás se instalaron en Valencia, y yo sentí aquella orfandad como una verdadera estafa de la vida.

Les fui a visitar a Valencia en varias ocasiones. Y al bueno de don Tomás siempre se le llenaban los ojos de lágrimas al verme, como si fuera una película.

Pasaron los años. Don Tomás, ya viudo, enfermo y viejo volvió a su piso de Madrid. Malvivía con una modesta pensión y con la ayuda de un sobrino que le pasaba algún dinero al mes a cambio de quedarse con su casa.

Reanudamos nuestra relación cuando yo volví de México, ya con treinta y pico años. Entonces supe lo triste que estaba siendo su viudedad, y la pesadumbre de aquella enfermedad que se lo iba comiendo a bocados pequeños pero dolorosos. Él, siempre tan pulcro, se desesperaba de sus dificultades con la higiene y con los problemas que tenía hasta para hacerse el nudo de la corbata, sin la que nunca salía a la calle.

Afortunadamente, él también se dejó querer, como yo hice de niño con él y con doña María. Volvimos a merendar juntos en el luminoso cuarto de estar de su casa. También volvimos a pasear por el barrio. Y nos apañamos bien con esas pretendidas miserias de la enfermedad.

Muy viejo, muy enfermo, y con una gran tristeza, don Tomás, "el ferroviario", resistió todo lo que pudo y, mientras tanto, siguió siendo un hombre de ojos bonitos y manos delicadas, que siempre se negó a ingresar en el hospital.

Un viernes de agosto le acompañé a la farmacia para comprar unos calmantes. A la noche siguiente, hizo un calor insoportable en Madrid. Estaban las calles vacías y por las ventanas entraba un calor sofocante. Vimos el reflejo de unas luces azules. Nos asomamos al balcón. Frente el portal de la casa estaban parados un coche de policía y un furgón mortuorio. Vimos salir una camilla con un pequeño bulto cubierto con una especie de tela de aluminio dorado. Era el cuerpo de don Tomás.

(Le habíamos colocado un teléfono en el dormitorio, otro en el salón, otro en el baño. ¿Por qué no nos llamó?)

Don Tomás, "el ferroviario", y doña María. No creo que tuvieran mejor o peor suerte que otros vecinos, o que fueran muy diferentes de los demás. Simplemente, se dio la circunstancia de que yo los quise más que a otros, y que ellos también me quisieron a mí justamente en esa edad en la que un crío se echa a llorar cuando ve la pobreza en la pantalla de un cine de barrio.

S.

4 comentarios:

  1. Sulle, compadre: tú coges la 13 Rue del Percebe, ¡y no queda vivo ni el de la alcantarilla!

    Joder, tío, qué limpia estás haciendo en la escalera.

    A este paso, te vas a quedar sin muertos en cuatro tardes. Y luego, ¿qué? ¿a inventártelos?... Capaz eres.

    Un abrazo con lengua en la oreja
    (de uno que se ríe por no dolerse)

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  2. ¡La madre del amor hermoso, anónimo de mis refajos!

    ¡Cómo no iban a morirse los vecinos de mi casa si ya eran mayores cuando yo tenía ocho años! La única superviviente, que yo sepa, es mi madre, que está punto de cumplir 100 años.

    Te propongo que leas un periódico de 1920. ¿Lo ves? ¡Todos muertos!
    Es lo que tiene la vida: que al final te mueres.

    (Muy entre nosotros: admito que bien podría obviar las muertes de los vecinos en estas crónicas; pero para eso tendría yo que ingerir más de una botella de rioja por texto, y no me sale a cuenta).

    Reciba usted un beso profundo con oreja incluida.
    S.

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  3. Me gusta mucho que te pongas cursi, ya lo sabes. Bueno, yo es que soy una cursi de cojones, qué te voy a contar, jajaj. Gracias.
    L.

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  4. Mil gracias por la dedicatoria.

    Un placer leer este relato. Bueno, todos sus relatos, pero éste, en croqueto, quizás más que otros, por ese olor a butacas de cine viejo, por esa tristeza y por ese hombre de ojos bonitos que se muere en su casa (qué discretica y recogida es la gente para morirse, yo no, yo lo hice a lo grande, una muerte por todo lo alto) y sale enfundadito en una bolsa térmica.

    Camarada, ¿para cuándo una velada a la riojana?

    Una que está pelín delicada de los huesos (cosas de la muerte),

    Amortajadica

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