martes, 30 de agosto de 2011

Bolero de agosto para sus manos

Miro sus manos una y otra vez. Son ágiles y delicadas, dedos alegres, uñas cortas. En cada movimiento, en cada vuelo de los dedos, uno aprende mirando esas manos, que no paran de contar historias.

Debe uno fijarse bien cómo tratan esas manos a los niños, a los hijos. Porque eso es lo que hubiéramos podido esperar para nosotros. La calidez de su palma en la mejilla, la gentileza del dorso en nuestra frente, la dulzura de los dedos en nuestros labios. Yo creo que es bueno amar con efectos retroactivos.

Lo primero, siempre son las manos; aún antes que su mirada. Sus manos nos anuncian lo qué hubiéramos sentido de haberse posado, alguna vez, en nuestra piel. Todo lo habrían obtenido: hasta el más oculto de nuestros miedos.

Sí. Es cierto. Hablaremos también de su mirada, de su voz, de su gesto. Pero yo siempre miro a la manos. Y me recreo en ellas, me engolfo en su moverse, en su representar, en su decir todo lo que sólo ellas dicen.

El Loro (falso) de Flaubert

lunes, 29 de agosto de 2011

Bolero de agosto para una cadera rescatada

Yo estaba esperando a que se pusiera en verde el semáforo, cuando ella se bajó del taxi en la esquina de General Perón con la calle Orense.  Me miró y dijo:

__ Perdona, tú y yo nos conocemos.

__ Sí; tú eres Carmen A.

__ ¡Y tú el S.!

Ninguno de los dos tenía prisa, y nos fuimos a comer a un restaurante cercano.

¿Treinta años desde nuestro último encuentro? Más o menos. Por entonces, ella era una de las mujeres más bellas que andaban por el las fiestas de prensa, por el Ateneo, por el teatro.

Al terminar la comida, me coge la mano y dice:

__ No lo tomes a mal, pero, tú y yo... estuvimos juntos un tiempo, ¿verdad? Quiero decir que nos acostamos algunas veces.

__ Pues, sí. Creo recordar que sí.

("Creo que sí! qué vergonzante hipocresía. ¡Cómo iba a olvidar yo aquel cuerpo espléndido, aquellas caderas prodigiosas, aquellos mimos exquisitos! Se ve, en cambio, que como amante yo no debí dejar huella fiable)

__ Sí, claro que sí. Al verte ahora me acuerdo muy bien. Eras divertido. Me reí mucho contigo.

Entonces, sí; entonces apartas la cuenta -dos menús del día- y le das un beso largo en los labios, que  aún saben a pastel de fresa.

El loro (falso) de Flaubert

domingo, 28 de agosto de 2011

Bolero de agosto para un muslo descremado

Lo que dije en la puerta de mi casa la otra tarde no era cierto. A la mujer con los muslos de leche sólo la condenaron a diez años, al menos en el primer juicio.

Todos sabemos que también propició otra muerte. Pero, por esa otra muerte, no fue condenada, que yo sepa.

Miro en Google, y me sorprende descubrir, ahora, que ella nació en 1950, en Brasil. A mí, siempre me pareció mucho más joven de lo que, al parecer era. Tal vez me engañó la blancura de sus carnes. Me dan miedo esos cuerpos que tienen la carne como de leche desnatada. Cuerpos en los que se transparentan todas las venas. Pechos y muslos aguerridos, surcados por anchos canales azules. Gente que siempre sale desnuda de la ducha, y recorre el pasillo con el obsceno olor de la lavanda sobre la piel aún mojada.

Que conste que se lo advertí a mi amigo: esa mujer mata.

El Loro (falso) de Flaubert


viernes, 26 de agosto de 2011

Bolero de agosto para una tumba

Lo he contado mil veces. Una más, no importa. Mi tío Maximino era un hombre tan serio como bueno. Se expresaba con claridad, rectitud y pocas palabras.

En una ocasión, le escuché decir:

__ No entiendo a qué va la gente con flores a los cementerios. Los muertos sólo necesitan recuerdos y oraciones.

Mi tía Constantina, escandalizada, replicó:

__ ¿Cómo puedes decir eso? ¡Tú siempre llevas flores a la tumba de tu hijo!

__ He dicho que no lo entiendo; no he dicho que no lo haga.

El Loro (falso) de Flaubert

miércoles, 24 de agosto de 2011

Bolero de agosto para un ventana

Creo que nunca supe su apellido. Y, si alguna vez lo supe, mi memoria no quiso guardarlo. Tampoco supe nada sobre su madre, y muy poco de su padre. De lo demás, lo recuerdo casi todo. El hombre se llamaba Juan, caminaba con mucha dificultad y vivía en la Pobla de Segur.

Le conocí hace diez años, en una época de noches muy largas y tormentosas.

Por entonces, no existía el Facebook, y la gente coincidía en los llamados foros de news. Cada uno de ellos era como un tablón de mensajes abierto a cualquiera. La gente se agrupaba por padecimientos -cáncer, depresión, fobias-, por aficiones, por conocimientos, por manías, por actividades profesionales. Había miles de grupos de news, en los que todos escribíamos bajo un "nick", un pseudónimo.

Juan no utilizaba "nick". Siempre firmaba con su nombre y participaba en un grupo de dementes, de locos. Su historia personal era breve: una vida de éxito, mucha coca y todos los excesos del mundo. Una noche de angustia se arrojó por la ventana, pero no se mató, aunque le quedaron graves secuelas. Cuando yo le conocí en el grupo de news, Juan había abandonado los negocios, la coca, y los excesos. Tenía un bar en la Pobla de Segur y cultivaba sus tres pasiones: el ajedrez, la lectura y su perra, Rumba.

Nos hicimos amigos muy pronto. Mejor dicho: él decidió ser amigo mío muy pronto. Y lo consiguió. A mi me conmovió su extraordinaria dulzura.  Todos sus textos parecían escritos para corazones jodidos. No había en ellos ñoñería, ni compasión, ni siquiera piedad. Sólo una dulzura inteligente y delicada. Tal vez esa inteligencia que sólo tienen algunas madres.

Intercambiamos docenas de mensajes a largo de aquellas noches antipáticas. Hasta que, un día, me subí a un avión para abrazarle en el aeropuerto de El Prat. ¡Que encuentro tan alborozado y amoroso! Aún recuerdo su gesto, tan claro; su cuerpo, dañado; y su sonrisa grande, nerviosa.

Aquellos días, en la Pobla de Segur, rodeados de montañas, en su casa llena de libros eran una gloria. De día, charlábamos, o paseábamos con la perra Rumba a nuestro lado. Por las noches... ¡teníamos un bar entero para nosotros solos! Guisábamos, nos servíamos copas y nos contábamos historias hasta la hora de abrir por la mañana.

Después de aquel primer encuentro, nos vimos varias veces. Siempre preocupado por mi salud, Juan me llamaba todos los días por teléfono. Y, por más que hablábamos, por más que nos escribíamos, nunca conseguí ni siquiera atisbar lo que había en el interior de su cabeza. Lo intenté de todas las formas posibles. Pero, por más que lo procuraba, nunca conseguí acercarme al misterio de su conciencia, tan desolada. Siempre me encontré con el infranqueable muro de su dulzura.

Una tarde de verano, comimos juntos en un pequeño bar de El Prat y, luego, me llevó al aeropuerto. Nunca le había visto tan cariñoso y amable conmigo. Yo creo que nuestros cuerpos saben cosas que nosotros no sabemos, porque volví a Madrid con tanta angustia que llamé a mi hermano mayor para que me invitara a cenar. Fuimos a Lhardy. Le hablé de Juan por primera vez, y pedimos, en su nombre, uno de sus vinos favoritos.

Y ahí termina la historia. Juan no volvió a llamar, ni a responder al teléfono. Tampoco contestó a mis mensajes. Según me dijo más tarde una voz desganada, el segundo salto de Juan por la ventana fue definitivo.

Aún conservo sus correos, y sigo buscando en ellos una rendija, por donde llegar al epicentro de sus dulzuras. Fue, sin duda, una breve, pero apasionada amistad. Sólo duró un año. Claro que, como la cabeza es muy mala, y retorcida, a lo mejor me acuerdo esta noche de Juan porque, hace justo un año, sólo un año, vi por última vez a mi madre con la mirada fija en una pared, de espaldas a la ventana.

El Loro (falso) de Flaubert

martes, 23 de agosto de 2011

Bolero de agosto para un Rolls-Royce



No hay manera. Ya está aquí el insomnio. Es cosa, entonces, de tomar varias cervezas y dejar que la vigilia se haga cargo de la película. De ese modo, una imagen te lleva a otra, y a otra más y, al final, vuelves a ver el rostro de Eduardo Mallorquí y a recordar el aire fresco de los amaneceres de la calle Zurbano, cuando terminaba mi turno como guardia nocturno del garaje "Roncal".

Algunas noches, nos pillaba la madrugada fumando y charlando cuando Eduardo Mallorquí, María, o Simón, o el Truni, o Parra, o Goyo, se acercaban al garaje para hacerme compañía y vaciar juntos alguna botella de güisqui.

El trabajo del garaje tenía, como el insomnio y las borrachera, su propia liturgia.

Durante las primeras horas de la noche, venían los coches habituales, que yo aparcaba con juvenil destreza. De madrugada, solían llegar media docena de autos, casi siempre los mismos, que tocaban el claxon desde la calle para que yo subiera la rampa del garaje, y me hiciera  cargo de los vehículos, cuyos dueños estaban demasiado ebrios para embocar la entrada al aparcamiento. Muchos de ellos daban propina. Cualquier propina. Se echaban la mano al bolsillo y te daban diez, veinticinco, cincuenta o cien pesetas.

Alguna que otra noche llegaba un tipo pequeñito, con gafas de acero y un enorme coche americano. Dejaba el auto subido sobre  la acera, y junto con las llaves me daba propinas mil pesetas. Tenía un Cadillac blanco, y, cuando estaba muy bebido, olvidaba un revólver en la guantera.

Lo mejor del garaje era el whisky y el Rolls-Royce.

Era un  Rolls-Royce digno de una película de estreno. Bastaba sentarse sobre la piel de sus asientos para fantasear mil viajes. No siempre lo hice solo. De vez en cuando venía a visitarme Alicia M. (Aún me cuesta escribir su apellido. ¿Qué importará eso, si murió hace más de veinte años) Menuda, bonita, dulce, cuando Alicia M. venía al garaje, pasábamos la noche abrazados dentro del Rolls-Royce. Lo recuerdo ahora igual que se recuerda un gran viaje. Esto debe ser cosa del insomnio, que, cuando está bebido, suele dejarse el revólver en la guantera.

El Loro (falso) de Flaubert


viernes, 12 de agosto de 2011

Vendrá Eduardo y tendrá sus ojos

Eduardo Mallorquí

Hace poco, mi única lectora escribía sobre cómo se arremolinaban las palabras en la boca después de los cincuenta, y esta misma noche ha dejado Santi, en Los Proscritos, una joya de comentario sobre la paella y la Química muerta.

Debiéramos, pues, contarlo todo. O, al menos, contar lo que sabemos, después de los cincuenta.

Ahora sabemos, por ejemplo, que frente a la casa de la calle de Españoleto, -donde escribí  el primer artículo pagado de mi vida profesional-, habría de pasar yo ayer toda la tarde, cuarenta años después,   metido en esas máquinas que te buscan el daño que llevamos dentro.

En la calle de Españoleto, justo frente a  la clínica radiológica vivió el gran José Mallorquí. Y allí, cuando la vida -y la pérdida de su mujer-  se le hizo intolerable, se disparó Mallorquí  en la cabeza con una Astra de 38 mms. como aquellas que usaban algunos héroes de sus novelas.

Yo trabajaba por entonces de guarda nocturno en un garaje próximo. Y me escapaba, cuando podía, a una tertulia que se organizaba en un bar cercano. El tipo más espectacular de aquel grupo era Eduardo Mallorquí, hijo de José Mallorquí.  De voz grave, humor difícil y mucha tristeza en la mirada, Eduardo fue con el tiempo un amigo especial, un amigo que nos abrió las puertas de su casa, y también otras puertas que aún no se han cerrado.

En su casa conocimos a las grandes voces de la radio española, a muchos actores, escritores, periodistas y demás gente impresentable de la época.  Conocimos también el placer de las tardes perdidas en su sala de estar -con el perro Tarik siempre cerca- llenas de humo, de ginebra, de charlas interminables, de libros prohibidos, de las primeras películas pornográficas que llegaban de Francia. El placer de los viajes hechos porque sí, a cualquier sitio donde hubiera paisajes, gente y bares.

De día, bebíamos, fumábamos, follábamos y nos queríamos como lo hacen los jóvenes cuerpos, aún aprendices de hedonista . Por las noches, yo me dedicaba a escribir cuentos en el garaje y a aparcar coches lujosos. Hasta que, una tarde, Mallorquí me llevó a La Codorniz y le enseñó mis relatos a Alvaro de la Iglesia. Álvaro me contrató, y de ese modo pude dejar el garaje y comenzar una azarosa vida periodística. Tenía yo entonces 22 años y dos hijos.

Eduardo era diez años mayor que yo. ¡Qué intensa y tumultuosa fue nuestra amistad! Hasta una tarde en la que rompimos para siempre.  Otra vez, la maldición del blanco y negro. Es una historia nunca contada en los divanes, ni en los bares. La maldición de las amenazas. Eduardo cumplió la suya varios después. Para ser exacto lo hizo  el sábado 17 de marzo de 2001, quitándose la vida en su casa de Madrid. .

Ayer por la tarde, engullido por las máquinas de la Resonancia Magnética, tuve tiempo sobrado para pensar sobre aquellos días vividos en la casa de enfrente.

__ Respire. No respire. Quieto ahora. Respire -dice una voz.

Recuerde. No recuerde. Quieto ahora. Recuerde.

Dentro de la máquina, entre sus ruidos infernales, vuelves a ver la cara de Eduardo, su cigarrillo, sus gafas, su ingenio desolado, su enorme derrota. Una derrota tan humana como su programa de televisión: Tristezas de amor,

__ Ahora tiene que estar usted totalmente quieto durante treinta minutos -dice la voz.

No puedes mover un músculo. Lo único que puedes hacer es llorar y acordarte de una frase de Santi: "El que esté libre de melancolía, que tire la primera paroxetina". Está claro: eres un viejo.

Cuando terminan las pruebas, el enfermero, un hombre joven y despierto, te mira los ojos rojos y pregunta:

__ ¿Está usted mareado?

__ No, joven; lo que estoy es melancólico.


Hilario Camacho canta Tristeza de amor, una de las últimas historias de Eduardo Mallorquí escritas  para TVE.



El Loro falso de Flaubert

lunes, 1 de agosto de 2011

Recuerdos de un loro falso

Esta tarde he visto una foto suya, y me han venido a la cabeza docenas de recuerdos. Hablo de  (Fernando) Fredy, uno de los fotógrafos que compartió, durante años, muchos de mis viajes profesionales. Alguien debiera escribir un libro sobre aquella gente y sobre su trabajo. Un libro sobre Germán, sobre Freddy, sobre César Lucas,  sobre Raúl Cancio, sobre Carlos Corcho.... ¡Qué grandes fotógrafos! ¡Qué excelentes periodistas!

Fredy era, sencillamente, un genio. Creo, además -aunque nunca se aclaró el asunto-, que me salvó la vida en una ocasión.

Fernando conocía  a todo el mundo; y todo el mundo conocía a Fernando. Un día llegamos, muy de madrugada, al aeropuerto de Lima. No había un alma en las instalaciones, salvo unos somnolientos policías de aduanas que nos sellaron con desgana el pasaporte. Nosotros éramos los dos únicos pasajeros que hacían escala en un vuelo  hacia USA. Nada más salir al desierto hall del aeropuerto, escuchamos una voz poderosa:

__ ¡Carajo! ¡Freddy! ¿Qué haces tú aquí?

Así fue: la única persona que estaba en el hall del aeropuerto de Lima en plena madrugada... ¡conocía a Fernando! A partir de ese momento, todo fue un delirio de tugurios, fiestas, casas, jardines, hoteles, peripecias que darían para escribir docenas de páginas.

En otra ocasión teníamos que hacer un viaje "delicado" a Chile en plena represión de Pinochet. Yo me haría  pasar por un agente de turismo, pero mi indumentaria era por entonces bastante descuidada, así que Freddy me llevó a las mejores tiendas de Madrid -excuso decir que en todos los sitios salía el dueño a saludarle-. Fernando me deslumbró con sus conocimientos sobre ropas, telas, y modas. En dos días, Freddy  me convirtió en un tipo nuevo.

Ocho horas antes de que saliera el vuelo para Santiago de Chile, llamé a Freddy para citarme con él.

__ ¿Freddy? No tengo ni idea de dónde está -me dijo su mujer-. Hace cuatro días que no viene por casa.

__ Pero, ¿ha ido muy lejos?

__ No creo, porque salió de casa en zapatillas. Bajó con Pepe para abrirle el portal, y aún no ha vuelto.

Media hora antes de que se cerrara el embarque para nuestro vuelo, apareció Freddy en el aeropuerto. Yo estaba tan furioso que quería pegarle, pero me calló la boca con un beso tan dulce que no supe seguir regañándole.

Nadie podía con Freddy. Ni siquiera el Rey. Durante un encuentro muy informal con el Rey en un viaje a Japón, Freddy le preguntó a Juan Carlos: "Majestad: ¿usted no nota que nos ponen algo en la comida? Es que a mi no se me empina desde que estamos aquí".

Jamás te aburrías con Freddy. Creo que me tenía afecto, pero nunca me valoró mucho, ni me tuvo muy en cuenta. Supongo que yo le parecía un jovencito osado, con muchas ínfulas, que escribía bien pero que no sabía nada de la vida. Y así era, sin duda. Freddy sabía mucho más que yo de periodismo, de la vida, y de defensa propia:

__ Sulle: coge un banqueta - me dijo en el bar de un prostíbulo de Rota-

__ Estoy bien de pie.

__ ¡Es para pelearnos, gilipollas!

Si no es por la banqueta, me hubieran roto la crisma con una botella.

Su madre, una mujer hermosísima, murió de cáncer a los cincuenta años. Fredy se entristeció como yo nunca le había visto. Nos fuimos de viaje a Cádiz. Y nos emborrachamos mucho en la habitación del hotel. Hablamos de su madre. Y del velatorio.

__ Me quedé a solas con ella -dijo.

__ ¿Y qué pasó?

__ Nada. Jugamos a las cartas toda la noche.

__ ¿Con tu madre?

__ Sí, claro.

__ ¿De dónde sacaste la baraja?

__ La hice recortando páginas de un periódico.

Una sola foto hecha por Fernando me ha llenado de recuerdos. Ya los sé: son batallitas de abuelo Cebolleta. Lo más digno que podría hacer un periodista viejo y borrachín es callarse estas cosas. Pero no me da la gana, porque yo nunca he tenido la inmaculada dignidad de Freddy. Eso es lo bueno de ser un loro: podemos hablar sin que nadie tome en cuenta lo que dices.

El Loro falso de Flaubert