viernes, 9 de julio de 2010

Los Olimpios tenían un tambor enorme

Sin llegar a ser enanos, eran muy pequeños. No sé cuántos eran, tampoco supe todos sus nombres. Sólo recuerdo que eran muchos, que eran alegres y  que tenían un tambor enorme.

En casa les llamábamos "Los Olimpios" porque la madre se llamaba Olimpia, la hija también se llamó Olimpia, y, como no podía ser menos, la nieta mayor se llamaba Olimpita.

Ninguno de ellos medía más 1,50 mts. Para embromarles, mi hermano mayor les decía

__ Pero.. ¿Por qué se molestan ustedes en abrir toda la puerta del piso? ¿No les vendría mejor entrar y salir por una gatera?

Sin embargo,  no había modo de mortificarles. Ellos se partían de risa con las bromas de mi hermano:

__¡Qué cosas tiene Angelito! ¡Mira que decirnos que pongamos una gatera!

Yo supongo que los olimpios se acomodaban en su casa por estratos. Primero vivieron alli los padres, con sus dos hijas, El padre era albañil, y regresaba todas las tardes del trabajo a eso de las seis y media. Venía limpísimo, con el pelo reluciente, recién peinado, y con un maletín de piel oscura, parecido a los que usaban los médicos del siglo XIX, en el que traía los restos de su comida. A veces, lo abría en el ascensor, y me ofrecía una naranja:

__¿La quieres? Me ha sobrado de la comida.

A mi me admiraba la ropa tan pequeña que vestía: camisa de cuadros, rojos o azules, pantalón gris, mocasines rojos o negros. Todo muy cuidado, pero todo...¡tan pequeño! Me preguntaba dónde compraría  esa ropa de adulto con tallas de niño, porque yo, diez o doce años era mucho más alto que él.

Cuando sus hijas se casaron, con unos novios tan pequeñitos como ellas, siguieron viviendo juntos en el mismo piso: los padres, las hijas, los maridos de las hijas, y, más tarde, un puñado de nietos.

Yo los adoraba. Eran el contrapunto de la casa y de la época. Siempre se les veía juntos y contentos. Los críos eran risueños y sociables, los adultos te saludaban al encontrarte por la escalera con la misma felicidad de quien se topa con un tesoro.

__ ¡Hola, Josémari!  ¡Qué guapo estás!

Me vienen a la cabeza docenas de historias relacionadas con los Olimpios. Son historias alegres. Por ejemplo, todas las nochebuenas,  los Olimpios al completo -un verdadero regimiento de adultos pequeños y de niños chicos,- se lanzaba escaleras abajo cantando villancicos, acompañándose con un tambor enorme y un montón de panderetas. Recorrían todo el edificio, y daban la vuelta a la manzana. Cantaban y se reían. De su casa casa salían canciones de Navidad hasta el amanecer.

Recuerdo que en el verano, con aquel calor que nos hacía dormir con las ventanas abiertas, me gustaba escuchar el alboroto de los Olimpios cuando volvían del cine pasada la media noche.

Nunca llegué a saberme aquel lío de nombres y de parentescos.  No sé quienes murieron y quienes viven aún. Supongo que, como todas las familias, habrán sufrido algún tipo de pesadumbres. Lo que sí puedo decir es que, cuando vuelvo a mi antigua casa, siempre me encuentro con alguno de ellos en la escalera o en el portal, y me siguen saludando con ese misterioso alborozo de esas familias, distintas a todas las demás,  que parecen condenadas a la alegría.

S.

2 comentarios:

  1. Debe ser que al alargarse los huesos se escapa la alegría por las junturas. Los Olimpios, como son bajitos, mantienen la alegría intacta.
    Y encima, algunos de ellos todavía no han muerto de tu pluma.
    De modo que, para las bajas, todo son ventajas.

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  2. “Vivir la muerte”, “en vivo y en directo”, impresión “vivísima” de la muerte…
    Curiosas paradojas, interesantes.
    Y si tú mismo has vivido de tu pluma, señor Sulle, y también tus vecinos, y están tan cerca muerte y vida, deduzco que las plumas vida y muerte producen.

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