sábado, 29 de enero de 2011

¿Puede usted ayudarme?



Cambiar de psicoanalista es una experiencia de esas que afligen el ánimo. Menos la angustia, todo es distinto. Es distinto el despacho, es distinta la voz del terapeuta. Uno mira con urgencia los cuadros, las lámparas, la mesa; escudriñas hasta el último rincón de la nueva consulta buscando algo conocido, algo a lo que asirse.

La nueva analista es un mujer hermosa, que ronda los cincuenta años. Viste un traje marrón  ceñido, que pone de relieve  la esbeltez de su figura, y se cubre el cuello con un foulard verde claro, casi transparente. Se ha fijado en mi modo, casi avaricioso, de observarla a ella y de hacer un inventario de la consulta.

__ Está bien -dice-. Dígame su primera impresión.

__ Lo siento; no quise ser indiscreto. Tiene usted un despacho acogedor. Ta vez la mesa no sea bonita. Las he visto en Ikea. Son feas, pero muy baratas.

No le digo, claro, que nadie encontraría unas piernas tan lujosas como las suyas en Ikea. Tampoco le digo que su voz es adorable. He ido a su consulta por consejo de varios colegas suyos. Conozco su curriculum, he leído alguna de sus publicaciones. Es una profesional competente. Se formó en París, con Pierre Marty, y eso ya le da un atractivo especial. Tampoco le confieso que, de haber sabido con antelación que ella se parecía tanto a Meryl Streep, y que era de Buenos Aires, jamás habría pisado su despacho.

Me deja elegir: diván, silla, sillón, e, incluso me permite pasear por su despacho. Me siento al borde del diván.

__ Ya me ha comentado S.P. que está usted pasando un momento difícil -dice ella.

__ Sí. Me han operado dos veces este verano. Aún no sé lo qué va a pasar conmigo Tengo miedo. Y angustia. ¿Puede usted ayudarme?
-oOo-

Eran los primeros días de otoño del año 2000.  Tenía yo 48 años y allí estaba: sentado en un diván, mirándome la punta de los zapatos, y jugando con las gafas entre las manos. Supongo que así comienzan todas las terapias: "estoy mal. ¿Puede usted ayudarme?". Probablemente, también algunos poemas comiencen así.

Ese primer día no sabes aún que vas a estar cinco años asistiendo varias veces por semana a esa consulta, ni sabes tampoco cuántos cocodrilos, cuantos fantasmas, cuantos veleros, verás pasar sobre la alfombra crema que rodea el diván.

No sabes, tampoco, que ella nació en el barrio bonaerense de Palermo -tal vez muy cerca de la farmacia Derby-, ni que, durante un tiempo, viajó con cierta frecuencia a Berlín. Y menos aún que muchas tardes de domingo iba sola al cine. En la primera consulta ni se me pasó por la cabeza que un día habría de ver sus lágrimas en la consulta.

El tiempo del análisis -La Montaña Mágica- pasa de un modo muy especial. A mi siempre me ha dado la impresión de que el análisis y la vida cotidiana tienen sus propios relojes.

Dicho de otro modo: cinco años más tarde, un martes por la mañana, pasé por su consulta de mi analista cuando ella no estaba. Dejé encima de la  mesa de Ikea un sobre con un talón dentro, varios libros que ella me había prestado y una nota de despedida -cuidadosamente escrita con mi mejor estilográfica- de cuyo contenido no recuerdo una palabra, tal vez porque tardé un día entero en redactarla.

Tenía ella una voz argentina. Es decir: una voz de plata.

Cambiar de psicoanalista es una experiencia que, verdaderamente, aflige al alma.

Sulle

jueves, 20 de enero de 2011

Mi nueva terapeuta tiene los ojos vivos

Sí. Ya sabemos que alguien gobierna nuestras conductas desde dentro de nosotros mismos. Y que las gobierna con la taimada paciencia de una voluntad oriental.  Sabemos que es el Inconsciente.

Hemos leído a Freud, a Jüng, a Lacan. (Incluso, hemos leído a Victor Tausk, cuya vida es, en mi opinión, una de las más conmovedoras historias relacionadas con el psicoanálisis, y que conocemos gracias a la gran Lou Adreas-Salomé, una de sus amantes, y también al trabajo de Paul Roazen. Quién no lo conozca, que corra a la librería más cercana y compre Hermano Animal).

Hemos leído y estudiado. Hemos discutido mucho. Nos hemos sometido a psicoanálisis durante años. Hemos ingerido docenas de fármacos. Da igual. Seguimos viviendo con alguien que sabe más que nosotros. Con alguien que parece conocernos como nadie lo hará jamás, y que también morirá con nosotros.

No importa. Diríase que el inconsciente lo maneja todo. Y que el Yo, tan buen burócrata, intenta conciliar, con dudoso éxito, demasiados intereses contradictorios.

 Ayer estuve con mi nueva terapeuta -siempre mujeres-. Tiene los ojos vivos y duros. Esta tarde, sin darme cuenta, aparqué en doble fila frente al portal de mi primera psicoanalista, la de hace veinte años. Después fui a la UCI de un hospital madrileño para ver a mi sobrino-nieto, recién nacido, que pelea, como un verdadero salvaje, por vivir y respirar.

¿Qué hay, entonces, en la casa de esta confusión? Pues hay: una hermosa mujer que duerme a mi lado, una perra tumbada a los pies de la cama. Hay dos hijos grandes. También hay algunos libros, unos cuantos recuerdos, y un bebe que lucha en una UCI por su propia vida. No es poca cosa.


Sulleiro

martes, 18 de enero de 2011

El lunes a las cuatro, como siempre


Para mi ex-profesor de poesía, que nunca comprendió nada. Ni tampoco comprenderá este texto -escrito hace veinte años- porque la malicia es la ceguera del alma, una enfermedad casi incurable en los varones. 

La psicoanalista llega a la consulta un cuarto de hora tarde, algo que no ha sucedido nunca en los años anteriores. El paciente piensa: "Me va a echar. He faltado a diez sesiones sin dar una explicación, sin haberla llamado por teléfono. Esta vez me echa".

Sentado en el borde del diván, el paciente firma un talón por el importe de las diez sesiones a las que no ha asistido y, después, se queda en silencio, a la espera de que la psicoanalista diga algo. Pero no lo hace. Él se tumba, y espera.

Bastante tiempo después, ella pregunta:

__ ¿Cómo sería en voz alta lo que está usted pensando?

__ No lo sé muy bien. Pienso en la deuda. Acabo de pagarle a usted lo que le debo. Pueden echarme de donde me pagan. Pero usted es la única que puede echarme de donde pago.

Nada más terminar la frase, el paciente comprende que acababa de entregarse, inerme, al implacable oído  de su analista. Intentó ganar tiempo. Contó un sueño para distraer la mirada fija de ella, que seguía implacable cada uno de sus gestos. El paciente intenta ganar tiempo:

__ Tal vez estas diez sesiones que he faltado sean mi huida de usted.  O la huida de mi dependencia de usted. 

__ Puede que no huya usted de mí, ni siquiera de su dependencia. Dígame: ¿De qué huye cuando piensa en mí?

__ De la deuda.

Entonces la cabeza pierde los frenos. Todo se mezcla en un discurso atropellado, irreprimible, abarrotado de lágrimas. ¡La deuda con el padre recién muerto! ¡la enorme, inabarcable, deuda con el Otro!, y , sobre todo, la deuda con los deseos desconocidos, los que ni siquiera tienen nombre.

__ ¿Cree que yo le voy a expulsar por su deuda? -pregunta la analista.

__ No sé lo que  piensa hacer usted.

__ Se nos ha terminado tiempo. Si le parece, nos vemos el lunes a las cuatro, como siempre.

Sulleiro

domingo, 16 de enero de 2011

Y... ¿A qué te saben las palabras?

Al principio del psicoanálisis, aquel tipo soberbio guardó silencio durante varias semanas. Después, comenzó a tantear algunas frases y a llorar sin saber muy bien el motivo de tanta lágrima.

__  ¿Cree usted que el silencio le va a proteger? -preguntaba  su analista.

__ No lo sé. Ya se lo he dicho: estoy asustado

__ Pero, ¿por qué teme usted tanto a sus propias palabras?

__ Porque no me parecen de fiar. Porque yo no soy de fiar cuando hablo. Usted  lo sabe: llevo años inventado emociones para llorar; yo mismo creo  las pasiones para apropiarme, después,de pieles, partituras, párrafos, cuadros, paisajes. No he parado de hablar, de escribir... y ahora me muero de miedo con las palabras; cuando vengo aquí, siento como si alguien les hubiera quitado el seguro y pudieran explotarme dentro. Créame, hay palabras que me dejan en la boca el sabor de una bomba.

Así era. El hombre soberbio, de traje y el chaleco, tardó bastante tiempo en comenzar  a reconciliarse  con las palabras. Aquellas palabras inocentes, compañeras de todos los días, buenas amigas de muchos años, que en el diván se daban la vuelta y se lo llevaban todo por delante. Ese fue su primer trabajo: reconocer las palabras, y, después, ponerle nombre a los sentimientos.

(Veinte años más tarde, una mujer habría de escribirle: "me fío más de tus palabras cuando saben a ginebra". Y, al leerlo, el tipo -que ya no usa traje oscuro ni chaleco- estuvo a punto de llorar sin motivo, como en los primeros tiempos de su psicoanálisis).

Sulle.

jueves, 13 de enero de 2011

El abrigo

Era un tipo muy soberbio. Vestía trajes oscuros con chaleco, y hablaba con una precisión que, a veces, rayaba en la crueldad.

Su psicoanalista tenía el despacho en la madrileña calle de Jorge Juan. Él llegaba a la consulta a las 4,30 todos los lunes, los martes y los jueves. Se tumbaba en el diván y permanecía en silencio los cincuenta minutos de la sesión. Así una sesión y otra. Los lunes, los martes, los jueves. Siempre a las 4.30.

De vez en cuando, la analista le preguntaba:

__ ¿Cómo sería en voz alta eso que siente ahora?

Pero él no abría la boca.

 __ Como usted prefiera - aceptaba su analista.

Pasados los cincuenta minutos de la consulta, el tipo se levantaba, pagaba y se despedía en la puerta con un seco “buenas tardes”. Así un día y otro durante varias semanas, hasta que una tarde de jueves no fue capaz de quitarse el abrigo. Un abrigo antiguo y muy usado

__ ¿De quién es ese abrigo que no puede usted quitarse?

Él no supo responder.

__ ¿Era de su padre tal vez?

Entonces, el hombre se tumbó en el diván y comenzó a hablar de aquella tarde de domingo en la que papá le llevó al cine por primera y última vez.

Sulle

sábado, 8 de enero de 2011

Sólo para tus ojos

Durante muchos años -probablemente demasiados- escribí para periódicos y revistas de gran tirada. Más de una vez me sucedió, en algún avión, que el pasajero del asiento contiguo estuviera leyendo un reportaje mío.  La verdad es que, por aquél tiempo, no me interesaban gran cosa esas grandes audiencias. Lo que, de verdad, me importaba era ganar buenos sueldos y pisar la noticia a los competidores.

Creo que, en general, yo escribía aceptablemente bien; al menos, nunca me recriminaron por lo contrario. Y no me angustiaba  a la hora de redactar y entregar la crónica. Contaba las cosas con esmero, ponía afecto en la sintaxis, y buscaba siempre la mayor sencillez posible. Pero, a la vez, estaba deseando terminar para ir de cenas y copas con los amigos del periódico.

Al fin y al cabo, dos días después de su realización, la inmensa mayoría del material impreso no sirve para nada.

 (Esto último no es del todo cierto. En realidad hay miles de recortes -¡qué archipiélagos de tristeza!- que lo momentáneos triunfadores guardan en un álbum , o que los padres tienen sobre lo que dijo la prensa acerca de su hijo desaparecido, o muerto en un accidente) (Pasa una semana, un mes, un año, dos años, y las familias te siguen llamando para contarte las últimas "novedades" sobre lo ya nunca volverá a ser noticia).

Escribir en periódicos muy leídos tiene servidumbres muy antipáticas. Por ejemplo, que cuando te equivocas, o escribes una tontería, se entera todo el mundo. Y entonces recibes docenas de cartas cuyos respectivos autores no albergan duda alguna sobre tu probada incompetencia. En cierta ocasión, en un reportaje sobre caza, escribí que los "perros piafan" antes de su suelta. Pues bien: 176 personas se sintieron en la ineludible obligación de escribir al periódico para dejar constancia de que piafar, lo que se dice piafar, sólo piafan los caballos... y, probablemente, el periodista que firmaba el reportaje. Tal vez tuvieran  razón los lectores, pese a mi encendida defensa de la metáfora.

Ademas de las quejas de los lectores, en mis primeros diez años de oficio periodístico alcancé la nada despreciable cifra de una docena de detenciones, treinta  procesos civiles y dos consejos de guerra.

¿Adónde voy con todo esto? Pues.. a ningún sitio. Me apetece escribir justo al contrario de cómo debe hacerlo un periodista -ya no lo soy-. He comenzado este texto por lo menos importante: por un irrelevante recuerdo de hace quince, veinte años. He continuado, después, por la trama de anécdotas que sustenta -en muy precario equilibrio- el armazón del texto.

Y, ahora, viene lo que, de verdad, quería decir.

Si hace algunos años, en periódicos y revistas que tenían millones de lectores, yo escribía con buen oficio, pero con desahogo profesional, ¿por qué ahora pongo tanto mimo en la entrada de un blog que apenas leen cien personas?

Pues... precisamente por eso, supongo.  Porque son pocas personas, y no se han encontrado mi texto en  cualquiera de los miles de kioscos que hay en el país, sino que lo han buscado aquí, en un lugar mínimo, el más pequeño. Un lugar donde Viky y este servidor iban de Lacan a Sor Juana Inés de la Cruz, en la entrada anterior.

Dijo, finalmente,  Viky "admito que uno/una se puede dejar llevar de la ilusión, es más rentable".


Justamente por esa ilusión, aún rentable, me apetecía escribir un texto contrario a las normas.  Un texto que debiera de haber comenzado así: me gusta escribir para pocas personas; escribir para los nuestros: o sólo para tus ojos.


Sulleiro

martes, 4 de enero de 2011

El amor es cosa de mucho susto

Dice Viki Frias sobre el texto Fijaos en lo grandes que tiene las manos:

Sí, parece mentira que tengamos tantas cosas dentro y que tan solo con tirar de un hilo puedan salir formas y colores tan diversos. ¿Cómo se metería todo eso allí? ¿De qué forma se convirtió el cuerpo en la cueva de Alí Babá? Las manos, especialmente, cuando se zambullen en un cuerpo suelen emerger llenas de tesoros.

Lo primero de todo es admitir que el citado texto fue escrito con el patrocinio de la Unión de Cosecheros de la Rioja Alta. Y ya sabe: en estado de ebriedad, uno ve muy grandes aquellas manos que nos acunaban de chico.

Lo segundo es reconocer que Viki acierta al preguntar: ¿De qué forma se convirtió el cuerpo en un bazar de Estambul?

Con la edad, o con las deficiencias neurológicas que ella implica,  pensamos que, tal vez, la angustia sea eso. Tal vez la angustia sea sentir que ya no nos cabe dentro lo que tenemos, que somos demasiado pequeños para las cosas que nos fueron dadas.  (No nos caben dentro, y el cuerpo llega a dolerse en todas sus costuras).

¿Qué va a ser de todo ello? Qué será de todo lo sentido, lo leído, lo soñado, lo acariciado, lo esperado? ¿Se fundirá con nuestra dentadura postiza en el horno del crematorio? No me jodan que  se esparcirá  en el humo de una chimenea aquella primera vez que gocé de mi mujer desnuda entre los brazos? (Estaba guapísima, dicho sea de paso). Pues así va a ser, de modo que más nos vale guardar en la memoria una leña que arda bien, una leña buena.

Por su parte, alguien que firma M.R. (¿Mariano Rajoy?) dijo

Loro (falso): cada día me gustan más las cosas que escribes. No lo tomes a mal pero me gustaría sentir como acaricias el cuerpo de las mujeres. MR

¿Cómo acaricio el cuerpo de las mujeres? Pues... asustado, muerto de miedo.
Siempre admiré  a esos hombres poderosos y viriles, que sabe cómo se besa a una mujer. Son fantásticos.  Jamás descomponen la figura. Conocen el secreto de todos los cuerpos y descifran el  enigma de cualquier deseo. Lo sé por las películas, por las novelas, y por lo que me cuentan los amigos. No es mi caso, desdichadamente. Lo mío es el susto. Cuanto más me gusta una mujer, más susto tengo. (Y lo paradójico es que no me disgusta estar muerto de miedo).

---------------------  TEXTO FINAL PARA UNA GATA -------------------------


¿Sabéis lo complejo que resulta escribir un texto con una gata paseándose sobre el teclado del ordenador? Pues así escribo estos días.

Generalmente, cuando me acuesto tarde, como hoy, me acompaña, paciente y dulce, mi perra Nana. Pero estas Navidades hemos acogido, temporalmente,  a la gata "MB", que un amigo nos ha dejado en casa hasta su regreso de vacaciones. "MB" es una gata joven y guapa, con los ojos más bonitos que os podáis imaginar. Está llena de llena de energía. Salta, corre, persigue a nuestros perros por toda la casa, juega con cualquier cosa que pille (ayer le quitamos la caja de los antidepresivos)

Desde hace cinco días, sólo cinco días, la gata ha comenzado a seguirme  por la casa. Se tumba encima de la mesa del ordenador, pasea sobre el teclado y se sienta delante de la pantalla. La perra Nana, que es una bendita, le da docenas de lengüetazos. Ayer, después de trabajar hasta tarde, la gata se acostó a mi lado. Buscó el hueco entre mi cuello y mi hombro, y allí se durmió después de ronronear mucho rato.

Su dueño llama todos los días para preguntar por la gata y yo le digo: "Creo que te echa menos".

Lo dicho: el amor es cosa de mucho susto.

El Loro (falso) de Flaubert