sábado, 3 de julio de 2010

¡Cuántos muertos en tu escalera!

Dice Viki Frías en un comentario:

"Cuántos muertos en tu escalera, Sulle. Cuántas muertes cotidianas. Impresionan tus relatos".

¿Cuántos muertos! ¡Todos! O casi todos están muertos. Intento escribir estos días unas notas -muy apresuradas todavía- sobre las personas que influyeron en mi infancia. Es decir, de gente que era adulta en 1960. Por ley de vida, sólo quedan personas de prodigiosa resistencia, con mi madre.

Aunque no creo que estas notas le interesen a nadie, aparte de algunas amistades bienintencionadas, habré de aclarar de que nací y pasé la infancia y adolescencia en la misma casa donde, luego, compré un piso y viví muchos años con mi mujer y mis hijos. Es decir: estuve allí tanto tiempo que, de un modo u otro, conozco las vidas completas de todos los vecinos. Es más: aún tengo un piso en esa escalera.

Yo creo que si los "relatos" parecen impresionantes es debido a que todo texto breve que termina con el fallecimiento del personaje se contamina con la presencia de la muerte. De ahí que tantos "talleristas" noveles hagan morir a sus personajes para darle al texto una vida que, paradójicamente, no tiene.

A mí, en cambio, ese conocimiento, sí me impresiona de modo casi angustioso. En muchas ocasiones, como en Navidades, o en verano, vuelvo a mi vieja casa y paseo por el barrio. Me parece estar viendo allí a mis vecinos volviendo a casa con los paquetes de turrón, de regalos. Me parece verlos cargando o vaciando los coches de maletas para irse de vacaciones.

Si vas un domingo por la mañana, basta con pasar con la puerta de la parroquia para imaginártelos vivos, jóvenes, saliendo de Misa de 12, comprando el ABC o el YA, y bajando hasta el bar "La Ardosa" para tomar un vermú. Conozco tan bien sus voces, sus gestos, su ropa, sus frases favoritas, sus comentarios habituales.

Impresiona "verlos" cuando tú ya sabes lo que les sucedió después: bodas, bautizos, hijos, separaciones, enfermedades, muertes.

Impresiona, sobre todo, cuando sueñas con ellos -y me pasa con frecuencia-. Sueñas con don Tomás, "el ferroviario", que tanto me mimó de chiquillo, y le ves volviendo del cine Espronceda con su mujer, doña María. Y tú, en el sueño, ya sabes que a doña María le va a dar un infarto cuando llegue a casa, y sabes que la vida de Tomás será un interminable estafa durante docenas de años.

Son conocimientos que no quisiera tener. Tal vez por eso estoy intentando pasarlos ahora a los papeles; no sé si para quitarles la espoleta, como a una bomba; o para evitar que se mueran conmigo.

A mis sucesivos y esforzados psiquiatras y psicoanalistas, estas cosas no les hacen gracia. "Los muertos tienen derecho al olvido", me suelen decir. Yo les contesto que es verdad, pero que vengan ellos, tan freudianos, a mi cama, se pongan mi pijama y duerman en mi lugar.

Menos mal que a mí se salva, o me condena, que mi mujer nació en la misma casa que yo, y que nuestras infancias y adolescencias sólo estuvieron separadas por dos tramos de escaleras. De ese modo, cuando hablamos de don Tomás, o de doña Quili, estamos hablando de nuestra infancia común. Al fin y al cabo, mi mujer y sus padres era unos vecinos más, y ni ella ni yo dos sabíamos que íbamos a vivir medio siglo juntos.

S.

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