miércoles, 23 de noviembre de 2011

Barbarie

Es algo muy pequeño. Algo diminuto. Tanto que muchas personas no consiguen ni verlo.
Unos lo llaman ternura. Otros, lo llaman delicadeza. Algunos, sencillamente, lo incluyen en la educación.
Es, ciertamente, tan pequeño como un grano de sal. Pero, sin ese grano, la vida no me sabe a nada. Sin ese grano, sólo puedes tener éxitos o fracasos. Nada más. Vas y vienes. Ganas, pierdes o te quedas como estás. Jodes y te joden. Y, al final, te mueres.
¿ Y si eso tan pequeño, tan diminuto que a penas se ve, fuera, precisamente, la vida?

El Loro (falso) de Flaubert

sábado, 12 de noviembre de 2011

¡Qué desvergüenza haber amado! (2)

A veces, quieres a un amigo, o a una amiga. Y esa amistad puede dejarte un rastro de amargura. Aún recuerdo una lejana sesión en el diván:
__ Usted sabía que Fulano era mentiroso.
__ Sí.
__ Usted sabía que Fulano estafaba a la gente.
__ Sí.
__ Y ahora se duele usted por haber sido víctima de sus mentiras y de sus estafas. ¿Es que se consideraba usted distinto a los demás?

Ahí estaba nuestra estúpida presunción: ser distinto de los otros.

Pero, en mi opinión, el deseo es otra cosa. Ya somos mayores. Hemos deseado y amado muchos cuerpos. Cuerpos de todo tipo y condición. Cuerpos que nos regalaron su propio placer y que aceptaron el nuestro. Cuerpos sin vergüenza, enteramente regalados.

Ni hubo un solo cuerpo que no dejara memoria de sus ternezas, ni soy capaz de encontrar reproche alguno a las horas de amor que ahora recuerdo.

El Loro (falso como Rajoy) de Flaubert

sábado, 5 de noviembre de 2011

¡Qué vergüenza haber querido!

¿Y que fue de aquellas cabezas? ¿Y de aquellos corazones?
Llovió un poco -no mucho, la verdad- y se disolvieron igual que huyen esos manifestantes festivos cuando la policía desenvaina sus porras.
Ahora bien, ¿por qué llegamos a amar aquellas cabezas,  aún sabiendo, desde el principio, de su gran pequeñez? Probablemente, les quisimos entonces porque, en nuestra codicia, quisimos comprar afectos a precio de ganga; y, tal vez, porque nos urgía una mirada y la suya estaba de oferta. Pero también les amamos por la ternura que inspiran ciertas cosas.

No se puede explicar. Igual que no se puede explicar que el corazón tiene tantas esquinas como la ciudad en la que vivimos.
Y como los habitantes de cualquier ciudad, hay algunas personas que, tras su paso, sólo dejan algo limpio:  nuestra vergüenza por haberles querido.
Lo escribo hoy, en Madrid, pensando en Fernando, que murió ayer de madrugada. Pensando en tantos amigos como se nos han muerto, o han desaparecido, dejándonos esa íntima vergüenza, ese pudor escarnecido de nuestra vulnerabilidad.
Sulleiro


El loro (falso) de Flaubert