miércoles, 24 de agosto de 2011

Bolero de agosto para un ventana

Creo que nunca supe su apellido. Y, si alguna vez lo supe, mi memoria no quiso guardarlo. Tampoco supe nada sobre su madre, y muy poco de su padre. De lo demás, lo recuerdo casi todo. El hombre se llamaba Juan, caminaba con mucha dificultad y vivía en la Pobla de Segur.

Le conocí hace diez años, en una época de noches muy largas y tormentosas.

Por entonces, no existía el Facebook, y la gente coincidía en los llamados foros de news. Cada uno de ellos era como un tablón de mensajes abierto a cualquiera. La gente se agrupaba por padecimientos -cáncer, depresión, fobias-, por aficiones, por conocimientos, por manías, por actividades profesionales. Había miles de grupos de news, en los que todos escribíamos bajo un "nick", un pseudónimo.

Juan no utilizaba "nick". Siempre firmaba con su nombre y participaba en un grupo de dementes, de locos. Su historia personal era breve: una vida de éxito, mucha coca y todos los excesos del mundo. Una noche de angustia se arrojó por la ventana, pero no se mató, aunque le quedaron graves secuelas. Cuando yo le conocí en el grupo de news, Juan había abandonado los negocios, la coca, y los excesos. Tenía un bar en la Pobla de Segur y cultivaba sus tres pasiones: el ajedrez, la lectura y su perra, Rumba.

Nos hicimos amigos muy pronto. Mejor dicho: él decidió ser amigo mío muy pronto. Y lo consiguió. A mi me conmovió su extraordinaria dulzura.  Todos sus textos parecían escritos para corazones jodidos. No había en ellos ñoñería, ni compasión, ni siquiera piedad. Sólo una dulzura inteligente y delicada. Tal vez esa inteligencia que sólo tienen algunas madres.

Intercambiamos docenas de mensajes a largo de aquellas noches antipáticas. Hasta que, un día, me subí a un avión para abrazarle en el aeropuerto de El Prat. ¡Que encuentro tan alborozado y amoroso! Aún recuerdo su gesto, tan claro; su cuerpo, dañado; y su sonrisa grande, nerviosa.

Aquellos días, en la Pobla de Segur, rodeados de montañas, en su casa llena de libros eran una gloria. De día, charlábamos, o paseábamos con la perra Rumba a nuestro lado. Por las noches... ¡teníamos un bar entero para nosotros solos! Guisábamos, nos servíamos copas y nos contábamos historias hasta la hora de abrir por la mañana.

Después de aquel primer encuentro, nos vimos varias veces. Siempre preocupado por mi salud, Juan me llamaba todos los días por teléfono. Y, por más que hablábamos, por más que nos escribíamos, nunca conseguí ni siquiera atisbar lo que había en el interior de su cabeza. Lo intenté de todas las formas posibles. Pero, por más que lo procuraba, nunca conseguí acercarme al misterio de su conciencia, tan desolada. Siempre me encontré con el infranqueable muro de su dulzura.

Una tarde de verano, comimos juntos en un pequeño bar de El Prat y, luego, me llevó al aeropuerto. Nunca le había visto tan cariñoso y amable conmigo. Yo creo que nuestros cuerpos saben cosas que nosotros no sabemos, porque volví a Madrid con tanta angustia que llamé a mi hermano mayor para que me invitara a cenar. Fuimos a Lhardy. Le hablé de Juan por primera vez, y pedimos, en su nombre, uno de sus vinos favoritos.

Y ahí termina la historia. Juan no volvió a llamar, ni a responder al teléfono. Tampoco contestó a mis mensajes. Según me dijo más tarde una voz desganada, el segundo salto de Juan por la ventana fue definitivo.

Aún conservo sus correos, y sigo buscando en ellos una rendija, por donde llegar al epicentro de sus dulzuras. Fue, sin duda, una breve, pero apasionada amistad. Sólo duró un año. Claro que, como la cabeza es muy mala, y retorcida, a lo mejor me acuerdo esta noche de Juan porque, hace justo un año, sólo un año, vi por última vez a mi madre con la mirada fija en una pared, de espaldas a la ventana.

El Loro (falso) de Flaubert

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