viernes, 12 de agosto de 2011

Vendrá Eduardo y tendrá sus ojos

Eduardo Mallorquí

Hace poco, mi única lectora escribía sobre cómo se arremolinaban las palabras en la boca después de los cincuenta, y esta misma noche ha dejado Santi, en Los Proscritos, una joya de comentario sobre la paella y la Química muerta.

Debiéramos, pues, contarlo todo. O, al menos, contar lo que sabemos, después de los cincuenta.

Ahora sabemos, por ejemplo, que frente a la casa de la calle de Españoleto, -donde escribí  el primer artículo pagado de mi vida profesional-, habría de pasar yo ayer toda la tarde, cuarenta años después,   metido en esas máquinas que te buscan el daño que llevamos dentro.

En la calle de Españoleto, justo frente a  la clínica radiológica vivió el gran José Mallorquí. Y allí, cuando la vida -y la pérdida de su mujer-  se le hizo intolerable, se disparó Mallorquí  en la cabeza con una Astra de 38 mms. como aquellas que usaban algunos héroes de sus novelas.

Yo trabajaba por entonces de guarda nocturno en un garaje próximo. Y me escapaba, cuando podía, a una tertulia que se organizaba en un bar cercano. El tipo más espectacular de aquel grupo era Eduardo Mallorquí, hijo de José Mallorquí.  De voz grave, humor difícil y mucha tristeza en la mirada, Eduardo fue con el tiempo un amigo especial, un amigo que nos abrió las puertas de su casa, y también otras puertas que aún no se han cerrado.

En su casa conocimos a las grandes voces de la radio española, a muchos actores, escritores, periodistas y demás gente impresentable de la época.  Conocimos también el placer de las tardes perdidas en su sala de estar -con el perro Tarik siempre cerca- llenas de humo, de ginebra, de charlas interminables, de libros prohibidos, de las primeras películas pornográficas que llegaban de Francia. El placer de los viajes hechos porque sí, a cualquier sitio donde hubiera paisajes, gente y bares.

De día, bebíamos, fumábamos, follábamos y nos queríamos como lo hacen los jóvenes cuerpos, aún aprendices de hedonista . Por las noches, yo me dedicaba a escribir cuentos en el garaje y a aparcar coches lujosos. Hasta que, una tarde, Mallorquí me llevó a La Codorniz y le enseñó mis relatos a Alvaro de la Iglesia. Álvaro me contrató, y de ese modo pude dejar el garaje y comenzar una azarosa vida periodística. Tenía yo entonces 22 años y dos hijos.

Eduardo era diez años mayor que yo. ¡Qué intensa y tumultuosa fue nuestra amistad! Hasta una tarde en la que rompimos para siempre.  Otra vez, la maldición del blanco y negro. Es una historia nunca contada en los divanes, ni en los bares. La maldición de las amenazas. Eduardo cumplió la suya varios después. Para ser exacto lo hizo  el sábado 17 de marzo de 2001, quitándose la vida en su casa de Madrid. .

Ayer por la tarde, engullido por las máquinas de la Resonancia Magnética, tuve tiempo sobrado para pensar sobre aquellos días vividos en la casa de enfrente.

__ Respire. No respire. Quieto ahora. Respire -dice una voz.

Recuerde. No recuerde. Quieto ahora. Recuerde.

Dentro de la máquina, entre sus ruidos infernales, vuelves a ver la cara de Eduardo, su cigarrillo, sus gafas, su ingenio desolado, su enorme derrota. Una derrota tan humana como su programa de televisión: Tristezas de amor,

__ Ahora tiene que estar usted totalmente quieto durante treinta minutos -dice la voz.

No puedes mover un músculo. Lo único que puedes hacer es llorar y acordarte de una frase de Santi: "El que esté libre de melancolía, que tire la primera paroxetina". Está claro: eres un viejo.

Cuando terminan las pruebas, el enfermero, un hombre joven y despierto, te mira los ojos rojos y pregunta:

__ ¿Está usted mareado?

__ No, joven; lo que estoy es melancólico.


Hilario Camacho canta Tristeza de amor, una de las últimas historias de Eduardo Mallorquí escritas  para TVE.



El Loro falso de Flaubert

5 comentarios:

  1. Dime si estas cosas que narras tienen que ver con el llamado Sulle y dime también qué encontró la máquina.

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  2. Tenemos la misma edad, o quizá yo un año más que tú. Yo también estuve no hace mucho en una de esas máquinas siniestras, pero no en la calle Españoleto (mi vieja calle), sino en la calle paralela, General Arrando. Yo también me revuelco a veces en la melancolía, y supongo que eso es lo que me llevó a escribir la historia de mi hermano. Sin embargo, aunque lo soy, no me siento viejo. Me niego a sentirme viejo. No le daré a la Parca, cuando llegue, ese último triunfo.

    Te recuerdo, Sulle, aunque soy incapaz de ponerte rostro. Eres, disculpa el símil, como un fantasma surgido de la noche de los tiempos. Gracias por aparecerte en mi blog. Acabo de volver de vacaciones. A lo largo de la semana que viene iré contestando en La Fraternidad de Babel a tus comentarios. Un abrazo.

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  3. Sí. En General Arrando hay otro "servicio" idéntico. Saldremos. Por un tiempo, pero saldremos adelante. Luego, como todos. Ya lo dijo Vázquez Montalbán: la vida es una historia que siempre acaba mal.

    Te será fácil ponerme cara. De toda la tropa que inundaba vuestra casa, yo era el más jovencito, como tú, y el único que estaba casado; es decir, que siempre iba con mi mujer, Alicia. Y muchas veces con nuestro primer hijo, el "Ago", al que dejábamos durmiendo en lo que había sido el despacho de tu padre.

    (Cuando Eduardo y yo nos peleamos, te tocó a ti ir a mi casa de Aranjuez para recuperar una caja de herramientas. Esa fue la última vez que nos hemos visto)

    Tampoco me siento viejo; pero lo soy. Miro mucho hacia atrás. Me alegro de haberme encontrado contigo mientra buscaba una foto de Eduardo para ilustrar mis rabieta melancólicas.

    Una abrazo

    Jose Sulleiro

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  4. He contestado a tus comentarios en la octava entrada dedicada a mi hermano. Un abrazo.
    César

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  5. Gracias, César. Veré de dejarte allí alguna nota
    Un abrazo.
    Sulleiro

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