viernes, 2 de julio de 2010

A veces, la razón viaja en autobús

Hace días, os dejé, en Los Proscritos, unos recuerdos sobre don Ángel

Don Ángel era aquel vecino alcohólico que pasaba muchas tardes bebiendo vino, y tocando el acordeón en un cuartito que se había construído en la terraza.

Ahora le toca a doña Quili, su mujer.

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Doña Quili era bajita, regordeta y culona, como Franco. Procedía de un pueblo de Toledo y allí debió ser, de niña, la más lista del pueblo.

Cuando vino a Madrid, para casarse con don Ángel, doña Quili causó baja en el censo de los más listos. Ya se sabe, en las grandes ciudades, siempre hay alguien más listo que tú. Entonces, doña Quili engordó. Engordó mucho para lo bajita que era. En el comedor de su casa aún podía vérsela de joven en una foto de su boda con don Ángel. Allí estaba culona y con grandes tetas, pero aún tenía algo de talle.

Con los años, perdió el talle, el pelo, y el gusto por vestirse. Ya digo que era como Franco, pero con bata y zapatillas. Eso sí: ella no temía a nada, porque doña Quili era una de esas personas que siempre tiene razón. No temía a nada vivo, porque le espantaba cualquier cosa relacionada con la muerte, como los entierros, los tanatorios, los cementerios.

Y le gustaba decir las cosas claras:

__ Mira, Maruja –le decía a mi madre- a mí me gusta decir las cosas como las siento.

__ Eso es lo mejor, Quili –respondía mi madre.

Y se enzarzaban en grandes conversaciones durante las que ambas mentían con un desparpajo admirable. Yo conocía bien las mentiras, y muchas verdades, de la casa. Como nunca me dejaron hablar, ni tampoco ir a la calle con otros chicos, me pasé la infancia viendo y oyendo, lo que me resultaría de gran utilidad en el posterior ejercicio del periodismo y la política.

Doña Quili nunca tuvo una buena opinión acerca de mi persona. Yo tampoco la estimaba en exceso. La diferencia era que yo solía estar mejor informado que ella, y que mis habilidades para enfurecerla rayaban en lo prodigioso. Doña Quili jamás supo cómo era posible que toda su colada se cayera tantas veces al patio, estando húmeda todavía, sin que ella pudiera probar nada en mi contra. Aún la recuerdo, con la ventana de la cocina entornada, vigilando durante horas las sábanas tendidas. Sábanas que, antes o después, aparecían en el suelo del patio, lleno hollín, polvo y barro.

Como todas las personas que tienen razón, doña Quili consideraba que cualquier niño, y especialmente yo, merecía siempre mayor castigo del que habitualmente se recibía en aquel tiempo.

__Este niño está muy consentido –solía decir-. Claro, como su padre siempre está de viaje, se nota la falta de un par de buenas bofetadas.

Entonces mi madre llamaba al orfanato donde vivían mis hermanos, para que el mayor de ellos viniera a administrarme las bofetadas convenientes a una adecuada educación. Así, doña Quili y mi madre se quedaban tranquilas unos cuantos días.

(Esta necesidad de ser correctamente abofeteado habría de ser una constante a lo largo de mi vida. He cumplido 58 años y aún me rodea gente convencida de no soy suficientemente castigado por lo que hago, digo o siento. Son gente a las que les gusta decir las cosas claras, como las siente).

A doña Quili le debo casi todo lo que sé sobre cierto tipo de personas. Escuchándola tantos años uno termina compadeciéndose de la malicia de los mediocres, del agobio de los ambicioso, y la estéril soledad de los que tienen razón. Nadie como ella para enseñar el catálogo de frases hechas, de tópicos, de gestos mil veces repetidos, de lugares comunes. Yo creo que ella fue la primera persona que conocí totalmente exenta de ternura.

Además del miedo a los muertos, doña Quili tenía el temor de no casar bien a sus hijas, Pilarín y Angelines. A mí me gustaba el novio de Angelines. Era tartamudo y tímido. Más de una vez le vi llorar en el portal y decirle a Angelines:

__Que yo te quiero, Angelines, que te quiero, que te lo juro, pero que ya no puedo más con tu madre.

Angelines murió pocos años después de su boda con el tartamudo, y Pilarín se casó con un señor de Almería que tenía un lujoso Mercedes negro.

Durante todos esos años, don Ángel estuvo bebiendo vasos de vino y tocando el acordeón en el chiscón de su terraza, donde yo le acompañaba muchas tardes. Algunas cosas, muy pocas, me contó allí sobre su vida y la de doña Quili. Supongo que siguen siendo secreto de confesión.

Tras la muerte de don Ángel, doña Quili fue una viuda poderosa. Recorría, casi calva y en bata, las casas de las vecinas. Era como un militar retirado:

__ A ver: Maruja –le decía a mi madre-. ¿Tengo o no tengo razón?

__ ¿Cómo no vas a tener razón, Quili? ¡Claro que tienes razón!

Un tarde de verano, al terminar su servicio, el conductor de la línea de autobuses Almería-Madrid se encontró, a una pasajera muerta en un asiento. Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla. Era una mujer bajita, culona y medio calva. No llevaba documentación, así que pasó mucho tiempo en el depósito de cadáveres.

Finalmente, identificaron a aquellea mujer, y así nos enteramos de que había muerto doña Quili. No sé si hubo entierro o funerales. La verdad es que nadie la había echado en falta.

Sulleiro

1 comentario:

  1. Cuántos muertos en tu escalera, Sulle. Cuántas muertes cotidianas. Impresionan tus relatos.

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