domingo, 11 de septiembre de 2011

Tengo los labios distraídos y apenas visito otros vientres que el tuyo


Lo sé: la culpa es mía: tengo los labios distraídos y apenas visito otros vientres que el tuyo. Habrás de disculparme. Hace algún tiempo que no busco sabores descarados, ni noches de vino blanco y de ginebra.

No sabría explicarte esta tibieza. No es la edad. Ni el cansancio. Es otra cosa. Es algo raro, y extraño, que parece relacionado con lo impreso por otros amores en la memoria.

Ahora me fijo, un momento, en la oscura viveza de unos ojos que deshacen el hielo de un gin-tonic. Por un instante, veo brillar el pelo de una mujer hermosa. Sin embargo,  no está en el local aquel maître imponente que nos buscaba mesa hace años, ni el hombrecito astuto que nos recomendaba vinos blancos del Rhin, sabiendo que la cena corría a cargo de una bella italiana. ¿A quién podríamos contarle ahora aquellas noches? ¿Y por qué la necesidad de hacerlo?

El tiempo es otro. Un tiempo de mucho calor en las terrazas de los bares. Y, mientras traen otro gin-tonic, vas calculando a qué profundidad estará aquel barco hundido. ¿Qué importa eso? No lo sabes, aunque te imagines a ti mismo en los salones de ese buque tomando una copa, entre las algas y los peces, con la hermosa pasajera.

No estoy seguro, pero creo que van mis labios a tu vientre como si volvieran de un naufragio.

El Loro (falso) de Flaubert

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